martes, septiembre 22, 2015

De ruinas, abandonos y la poderosa atracción del espacio vacío

(c) James Seith
El reciente reestablecimiento de relaciones diplomáticas entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos ha vuelto a poner a la isla caribeña en el centro de las miradas de interés de todo el mundo. A pesar de que el país ha vivido ciertas etapas aperturistas desde que abriera sus fronteras al turismo internacional a mediados de los años 90, pocos eventos auguran un impacto mayor que la posibilidad de vínculos regulares y estables entre estos dos grandes históricos enemigos, cuya rivalidad ha marcado los últimos 56 años de la reciente historia bilateral.

Si hay una palabra para definir el sentimiento mutuo con el que ambos países han recibido estos trascendentales anuncios, más allá del esperado rechazo de los sectores opuestos a tal acercamiento, tal vez sea curiosidad. Al norte y al sur del Estrecho de la Florida los habitantes de ambos países, en calidad de espectadores privilegiados gustarían de acercarse a la realidad de cada orilla, sondear el paisaje visible, formarse una idea de lo que constituye cada vista, por muy convencidos que estén de conocer al dedillo cómo funciona cada nación según las descripciones e imágenes que los medios de prensa de cubanos y norteamericanos, desde una óptica peculiar y obedeciendo a circunstancias muy coyunturales han trasmitido durante todos estos años de beligerancia.

Tal vez para adentrarse en semejante proceso los nacionales cuentan con una clara ventaja. A pesar de que dentro de las fronteras cubanas se alentó más la desconfianza hacia la naturaleza decadente del vecino del Norte, también es cierto que en los tiempos de la Guerra Fría nunca disminuyó el repertorio de imágenes sobre los Estados Unidos en la televisión y el cine de la isla. De manera que los cubanos disponían de una representación - si bien imprecisa- de las ciudades, el estilo de vida y las costumbres norteamericanas. Los del Norte, en cambio, apenas contaron durante ese tiempo con versiones exactas de Cuba, más allá de las que acompañaron a esporádicos reportajes críticos con la Revolución. No el balde todavía para una gran parte de norteamericanos, la primera y puede que única referencia a Cuba sea la de la Crisis de los Misiles en 1962, cuando la pequeña isla figuró en el imaginario estadounidense como la presunta amenaza del fin.

Cuando ahora a algunos estadounidenses les pique la curiosidad por viajar a la isla, es probable que en su plan exploratorio encontrarán varias sorpresas, propias de la primera vez, de lo desconocido. Como tantos otros visitantes previos, es lógico el asombro ante los anacronismos cotidianos, esa percepción inmediata de objetos que insinúan el arribo a un sitio detenido en el tiempo.
(c) Werner Pawlok

Sin embargo, la supuesta avalancha de norteamericanos a la que Cuba parece estar condenada, según opinan algunos medios de prensa de Estados Unidos y Europa, también ha encontrado sus críticos. El temor fundamental alude al peligro que representan, además de la llegada masiva de turistas norteamericanos, el arribo de empresarios de ese país y de las conocidas cadenas de comercios y servicios que despojarán a La Habana y al resto de la isla de su actual encanto. Se diría que cunde el pánico ante la inevitable “americanización” de la isla, un término de por sí contradictorio, pues más de un estudio ha demostrado que Cuba y, sobre todo, su capital se moldearon cultural y arquitectónicamente a imagen y semejanza de los Estados Unidos, en especial en las décadas del 40 y el 50.

Cuando el pasado mes de marzo el popular presentador televisivo norteamericano Conan O’Brien visitó La Habana para filmar allí una edición especial de su conocido show, también se unió al creciente coro de los que pronostican un cambio radical. Frente a unos ubicuos restos de varios edificios, O’Brien nombró a Starbucks, McDonalds, KFC y otras firmas asociadas a la influencia norteamericana, como las potenciales inversoras que se instalarían en las ruinas habaneras. Con cierta pesadumbre, el comediante no celebró la probable recuperación de espacios hoy inutilizados, cuyas paredes y fragmentos dificultan imaginar el supuesto prodigio arquitectónico que el edificio representó, puede que apenas dos décadas atrás, cuando todavía era un inmueble útil y servía de hogar a una o varias familias habaneras o funcionaba como un local que ofertaba algún que otro servicio a la comunidad.

Quizás existe una dualidad irreconciliable entre las percepciones sobre La Habana que se producen dentro y fuera de Cuba. Fronteras adentro las ruinas se analizan de modo simple, con el pragmatismo nacional originado en la diversidad de todos los pasados revolucionarios: el épico, el austero, el de bonanza y el crítico, y matizado por las exigencias de la vida cotidiana. Los restos de derrumbes con los que el transeúnte se topa, significan para el cubano medio poco más que lo que son: ruinas. Carecen tal vez de la impresión que provocan en los visitantes extranjeros, quienes casi siempre aparentan una mayor capacidad para entender el significado de estructuras que el tiempo ha dejado incompletas. Tal admiración obedece más a la confirmación de las escalas en una ruta conocida que a la sorpresa  por el descubrimiento en sí. Como los peregrinos del Camino de Santiago, que acumulan cuños como prueba de las diferentes etapas hasta la capital gallega, así recorren las calles habaneras decenas de turistas, cámara en mano, con la expectativa de que el lente capte los edificios mutilados que encuentran en su camino, que luego eternizarán la observada realidad citadina, según la llamada Estética del Período Especial, bajo la cual estudiosos agruparon las varias representaciones de una Habana en decadencia, a mediados y a finales de la peor crisis vivida por la ciudad (1990-1995).

En ese entonces y en los albores de la Internet, comenzaron a circular imágenes de Cuba en las que habitantes y ruinas convivían en perfecta simbiosis. Tanto unos como otros emergían semidesnudos: los nacionales, ligeros de ropa ante los rigores del clima tropical o como resultado de la escasez; las ruinas, carentes de afeites, en su más puro estado intemporal, como retazos de lo que fueron alguna vez.

II.
Contemplar las ruinas es parte de la experiencia del visitante. En La Habana actual se trata de una actividad inevitable, aunque resulte evidente que el propio acto de observación suponga el reconocimiento de una barrera, una separación entre quien observa y lo observado, sobre todo en el caso de turistas extranjeros. A ellos corresponde la expresión lastimera ante el desastre, que puede ser mayor o menor en dependencia de la información previa de que dispongan acerca de lo que observan, aunque nunca faltan guías preparados, capaces de comentar la vida anterior de un inmueble derrumbado. Algunos quizá, hasta recordarán el momento exacto en el que el antiguo portento arquitectónico dejó de serlo, porque cuando un edificio se desploma, sucede como un evento inmediato, finito. De golpe se altera el paisaje de la cuadra donde se localizaba y cambia la vida de sus habitantes, si es que estos se habían mantenido viviendo con el riesgo del inminente derrumbe y sobre todo, si lograron salir ilesos de la tragedia. Los sobrevivientes comprobarán de repente que el espacio familiar ha desaparecido y ahora desplazados deberán procurar una salida que en la mayoría de los casos implica la adaptación a otro espacio. De la vivienda anterior sólo quedarán memorias imposibles de replicar en un nuevo hogar.
(c) Cubaenvivo.net

No deja de ser curioso imaginar que con cada derrumbamiento, se esfuman también las dimensiones de una existencia conocida, la sensación de pertenencia y privacidad que otorgan la tan ordinaria disposición en el espacio de paredes, puertas y ventanas. Las ruinas de una edificación, sobre todo las carentes de cualquier exagerado valor histórico, atesoran sólo recuerdos de vidas anteriores. En ellas, luego de la inutilidad, no es posible una existencia futura y así languidecen, aunque la prodiga naturaleza las cubra de follaje y fauna peculiares.

Los humanos, por su parte, las contemplarán como la señal del descalabro y poco a poco las añadirán al conjunto personal de visiones intrascendentes, demasiado ocupados como andarán en la sobrevivencia. De todos modos, cada ciudad tiene sus propias historias de abandono, ejemplificadas en edificios que dejaron de tener uso o que simplemente perecieron debido al clima económico de la competencia o a la propia desidia de quienes los habitaban, cuando estos apenas se interesaron por mantener cualquier detalle arquitectónico original. Así cierran fábricas, talleres, comercios, librerías, hasta que aparezcan emprendedores con recursos y con el ánimo de reconvertir esos difuntos inmuebles en zonas de actividad para el beneficio propio y el de otros ciudadanos.

En las ciudades, el impacto de tales cierres y posterior decadencia de antiguos inmuebles utilitarios se limita a la zona donde se ubican y generalmente casi nunca se extienden más allá del barrio, quedan en las lamentaciones de los vecinos o antiguos propietarios o empleados. Las zonas urbanas ejemplifican la relación estrecha que existe entre el deterioro y el renacimiento, como si fueran parte del movimiento cotidiano que glorifica su efectividad. En los pueblos, por otro lado, existe una dinámica diferente entre espacios que desaparecen y otros que surgen para llenar ese vacío. Como la geografía es menor, los derrumbes se distinguen con más facilidad, pues agrandan los agujeros en la actividad cotidiana, ya que pasan a ser zonas prácticamente sin atractivos, al menos al principio, en el período que sigue al desplome. Después el vacío se incorpora al ritmo del día al día y a la experiencia de los pobladores, quienes lo utilizarán como un marcador temporal o como un simple punto de referencia. Y si, como sucede en muchos asentamientos de la hoy depauperada industria azucarera cubana, en que  toda la actividad cotidiana giraba en torno a ese Central actualmente paralizado o desmantelado por completo, el vacío deja de ser una localización específica, identificable y pasa a ocupar un área mucho más extensa.

III.
Hace unos años, en las páginas del rotativo británico The Guardian, uno podía leer anuncios de paquetes turísticos hacia Cuba enfocados en La Habana y en la posibilidad única –anunciaban ellos- de presenciar un notable esplendor colonial a punto del desplome. La imagen que ilustraba tales ofertas mostraban al omnipresente almendrón o auto norteamericano antiguo, quizás el más claro ejemplo de que la grandiosidad de antaño no siempre se desvanece, sino que todavía cumple una función que va más allá de la estética.

Como los viejos Chevrolets y Cadillacs que aun circulan por las calles y carreteras cubanas, los espacios que atestiguan construcciones derrumbadas, también tienen un uso constante, como si se reciclaran para dar servicio a una población que se reconoce en la calle más que en ningún otro sitio, según el eufemismo local que define la vitalidad de los cubanos: resolver.

Tal vez en otras épocas los derrumbes eran menos publicitados y, por lo tanto, menos destacados. Es lógico que por su fecha de construcción muchos de los inmuebles hoy desaparecidos lucirían mejor preparados para llegar en pie a las décadas del 70 y del 80, cuando el deterioro se hizo más notable y a la vez prevalecía un contexto económico más favorable para la esperanza de la restauración. A mediados de los 80, cuando llegaban los ecos de la Perestroika soviética y las autoridades abogaban por imponer “la rectificación de errores y tendencias negativas”, si uno reparaba en el cambio discursivo de la prensa oficial, advertía cierta propensión al uso de la palabra edificar, a crear estructuras preferiblemente de  hormigón armado. “Ahora sí vamos a construir el socialismo” publicaba a toda página el diario Granma el 27 de diciembre de 1986, en la tipografía roja reservada a los grandes anuncios.

El acontecer cotidiano, tras aquella sentencia, se representaba en los medios al nivel de la euforia. Una lectura rápida a cientos de páginas en periódicos y revistas que aún se imprimían en la década y que desaparecían en la siguiente, bastaba para intuir la constatación de aquel lema de los inicios del “proceso” que, transformado en lumínico, podía verse en el punto más alto de la fachada del edificio que albergaba al Ministerio de la Construcción: Revolución es construir. Lástima que, como el cartel lumínico que casi nunca podía leerse en su totalidad por causa de varias letras apagadas, aquel ímpetu creador solo se materializó en contadas obras constructivas que cautivaron a unos pocos.


En los suburbios capitalinos y de otras ciudades del país, surgieron y se ampliaron barriadas de rectangulares edificios de prefabricado, destinados a resolver el siempre acuciante problema de la vivienda. Hoy muchas de ellas resisten como la evidencia del intento masivo de adaptar la experiencia soviética al entorno insular, pues tanto en las ahora independientes ex repúblicas de la URSS, como en los también independizados estados de la Europa del Este, tales edificios multifamiliares, ubicados casi siempre en la periferia urbana, persisten cual testimonio de una época, aunque para la inmensa mayoría, como ocurre también en Cuba, esas torres rectangulares con ventanas y balcones constituyan la única posibilidad de vivienda para quienes todavía las habitan.

Barrio de edificios soviéticos en Budapest
En Cuba, quizás, a diferencia de otros lugares, la irrupción de estructuras de concreto nunca fueron más discordantes que en los paisajes rurales en los que estas comunidades fueron proyectadas y edificadas. No importaba que rompieran la coherencia visual del entorno, pues a la larga ejemplificaban el progreso en tiempos en que valorar el posible daño ecológico no era tan importante o no se había puesto tan de moda como hoy. Así emergieron, como solitarios guardianes del entorno campestre ya fuera en llanuras o montañas, los consabidos edificios rectangulares. Curiosamente, algunos nunca se llegaron a terminar, abandonados a su suerte en ciertos puntos de la geografía criolla, como por ejemplo, en Topes de Collantes. Allí se mantienen inacabados, con la misma extraña fascinación de una casa embrujada, ante la sorpresa de los visitantes y, en las últimas dos décadas, de turistas que seguro incorporarán a su larga colección de lo inexplicable en Cuba, la surrealista aparición  y las subsiguientes explicaciones acerca de un edificio sin acabar justo en el medio del monte.

Y si tal visión asombra, el hecho de que nunca fueran utilizados, de que nunca sirvieran para su propósito final, al menos los salva de recibir el premio al mejor ejemplo del voluntarismo de otras épocas. Resisten, a lo sumo, como una chapucería más, al estilo de las que ilustraban varias escenas del ahora casi olvidado documental del mismo nombre, realizado por Enrique Colina en 1987. Sin embargo, otros duelen más, aunque sobrevivan también como ruinas del despilfarro, cementerios verticales de un pasado en el que paradójicamente se intentaba construir el futuro.

Como en una excursión a Topes, cualquier viaje por la isla que alterne paisajes citadinos con otros campestres, en esa zona que los habaneros denominan por hegemonía “el interior”, puede terminar fácilmente con una colección de estructuras ya abandonadas que décadas atrás sirvieron de sede a las verdaderas fábricas del Hombre Nuevo, según la doctrina Guevariana. Conocidos por su siglas terminadas en EC (en el campo), las Escuelas Secundarias e Institutos Preuniversitarios que en los 70 y 80 se llenaron de niños y adolescentes igualados en los tonos azules de un uniforme escolar, hoy también aparecen en medio de la nada, en paisajes a veces tan desolados que resulta imposible imaginar la actividad anterior al desastre, cuando los espacios conectados por inmensos pasillos de granito servían de escenario a existencias típicas de personas en pleno desarrollo.

En esos lugares, a diferencia de los edificios del Escambray, o de los restos de un derrumbe capitalino, el espacio no cumple ninguna función utilitaria. Los otrora complejos educacionales, famosos por sus edificios Docente e Internado, sus comedores y plazas de bancos de cemento, jardineras cúbicas y semi-profesionales canchas deportivas languidecen ante la indolencia o se reconocen a duras penas, víctimas de una práctica bautizada por la sabiduría popular como canibalismo, que designa al acto de usurparle al inutilizado inmueble partes o accesorios que pueden reutilizarse en otras viviendas cubanas.
Ruinas de la ESBEC 14 Carlos J. Finlay
(Isla de la Juventud)

Algunas de estas escuelas fantasmas son custodiadas por guardianes cuyo ejercicio del poder se resume en la capacidad de que dispongan para romper el silencio o más bien el panorama sonoro que propician los ruidos del monte. Su radio de acción tampoco cubre toda la extensión del antiguo centro escolar, pues casi siempre se limita a un pequeño puesto a la entrada del edificio fantasma, desde donde pueden dominar todo el espacio que a cualquier niño o adolescente que lo conoció en décadas anteriores se le antojaba inmenso.

Muchos turistas, cuando aterrizan en la isla, refieren experimentar la sensación de haber arribado a un lugar de otra época. Sin embargo, aunque se hospeden en un típico edificio colonial restaurado o viajen en una rodante reliquia de carrocería estadounidense, podrán notar que, pese a los anacronismos, el tiempo transcurre. Se vive a pesar de todo. Por el contrario, no hay vida en las abandonadas edificaciones de las Escuelas en el Campo,  a no ser en las esquinas que muestran los esfuerzos de la naturaleza por recuperar lentamente los dominios que una vez le arrebataron: un panal de avispas aquí, una copiosa enredadera florecida por allá, un nido de pájaros. Para los críticos de la idea inicial de aquellos centros, tal abandono constituye la mejor evidencia del fracaso de una política, una prueba que adquiere en su imponente visibilidad, en su aparición en medio de la naturaleza, desconchada, oxidada, pero aún desproporcionada e impactante, una magnitud demasiado acusatoria. Para quienes pasaron allí tres o seis años de sus vidas, tales imágenes se transforman en un recuerdo enmarañado cuando se evocan desde el nebuloso mundo de la memoria, donde todo no es necesariamente lo que parecía, mucho menos desde la visión que puede aportar el presente.

Como espacios deshabitados, resulta casi imposible resistirse a compararlos con un cementerio, si bien uno que no guarda restos humanos, sino los constituyentes de un universo limitado y utópico, una especie de “Camposanto de las Ideas”. Aunque, casualmente, las ideas nunca fueron más omnipresente en el discurso oficial, que cuando esos edificios en medio del campo comenzaban a ser despojados de su utilidad.
Ruinas de La ESBEC # 35 Pedro Bueno Fuentes
(Isla de la Juventud)

Y si un encuentro con similares edificaciones fantasma a lo largo del país espanta a posibles espectadores, no es una reacción nada comparable a la que provocaría un recorrido por la Isla de la Juventud, donde decenas de centros escolares fueron edificados en los 70 no sólo para internar nacionales, sino también a niños y adolescentes de varios países del mal llamado Tercer Mundo. De manera que en esas decenas de kilómetros de edificios abandonados yacen junto a las memorias truncadas de varios cubanos, las de nicaragüenses, angolanos, congoleses, sudaneses, norcoreanos y de otras muchas naciones, quienes llegaron a creer que les esperaría un futuro luminoso y por ende más fácil, dentro de las fronteras de un universo tranquilo y caluroso, alejado de guerras y enfermedades. Si las ESBECs e IPUECs abandonados a lo largo y ancho del país pueden asociarse a la imagen de un cementerio; los de la Isla de Pinos conformarían una inmensa necrópolis. En aquella porción externa del territorio nacional, el abandono ocupa un área inmensa, llena de estructuras que rememoran el fin de un pasado más cosmopolita que el gris presente.

IV.
En La Habana, la geografía local exhibe ahora espacios vacíos que la cotidianidad ha tornado comunes, ordinarios. Son pocos los que por ellos transitan y se detienen a reparar qué utilidad tuvieron, veinte o treinta años atrás, como son pocos también los que se sorprenden ante esas cifras, pues haber sobrevivido a tantos días pierde su significado cuando la supervivencia es una tarea inconclusa. En el discurso oficial cualquier retrospectiva ha sido reservada para la glorificación de un pasado no muy distante en el tiempo, construido también en oposición a una historia republicana que culmina, como casi todo en Cuba, en el año 1959.

Fuera de ese período que se estudia, se invoca y se repite en muy señaladas ocasiones, la historia común resucita siempre y cuando responda a una inquietud individual, emotiva, una anécdota peculiar de quien recuerda, o en la memoria colectiva de una remembranza también personal que alude a etapas vencidas, pero que a la vez se diferencia del acto heroico de la memoria cultural. El pasado, entonces, se recupera gracias a una voluntad personal, limitada, a veces demasiado vinculada a las emociones propias de los diferentes fases de la existencia humana. Se rememora y aunque es imposible separarlo de su contexto, se advierte tal vez un punto en el que las asociaciones con el pasado quedan sin un referente físico, una reliquia que sirva de punto de partida para relatar esa parte de la historia que es común y recuperable.

No es casual que el mismo año de la proclamación del Período Especial y su espeluznante Opción Cero, el nadir posible de la experiencia revolucionaria, ilustrado con escenarios de ollas colectivas, los cubanos no renunciaran a la predisposición nacional a mostrar la mejor cara ante la adversidad. De ese modo, cuando el cambiante y casi exsocialista 1990 transitaba por su duodécimo mes, se escuchaba el popular chiste alusivo al año siguiente bautizado ya por los compatriotas como “El Año del Té”, en un siempre discernible intento de burla ante una oficialidad nominativa que desde el mismo 59 había insistido en nombrar cada año de modo altisonante y patriotero. Solo que en su afán de eternos comediantes, los cubanos no se referían a la infusión de origen asiático, sino a una reducción de la coloquial frase “¿te acuerdas?” que iba a dominar las conversaciones del nuevo año y los consiguientes, cuando desaparecerían productos, servicios y estructuras. Así, recordar sería a la vez evocación a lo perdido, pero también la imposibilidad de contar con memorias comunes. 

Tal vez el impacto inicial que la creciente escasez en el mundo de las limitadas ofertas de la Cuba del Período Especial tuvo en el paladar de los nacionales, haya sido el de más efímera duración, pues con las primeras medidas oficiales para paliar la crisis a mediados de los 90 y el auge de restaurantes privados, retornaron a la escena culinaria cubana olores y sabores otrora desaparecidos. En el entorno post-soviético, bastaba disponer de capital para recuperar la memoria gustativa, lo que a la vez complicaba la recordación del pasado reciente en términos de equidad o igualitarismo, pues la crisis además de erosionar el panorama cotidiano por las pérdidas y desapariciones, también había agudizado la brecha entre quienes tenían y quienes no, y para estos últimos, recuperar los olores y sabores de antaño siguió siendo difícil.

Sin embargo, tal vez en todos aquellos años trascendentales de cambios en actitudes, a contrapelo de una jerarquía estática que se resistía al menor movimiento institucional y que aún hoy reacciona con exasperación ante la más mínima crítica a su inmovilismo, el “¿te acuerdas?” nunca dejó de sonar tan extraño, como cuando era usado en referencia a extensas áreas dejadas a la intemperie o rápidamente convertidas en inusuales parques sin árboles o diversiones. 

Existe en lo que puede llamarse el corazón de la capital, un espacio significativo que ejemplifica ese vacío y que ilustra a la vez el desinterés por el pasado y la fuerza con que lo cotidiano reemplaza cualquier uso anterior. Justo en la misma avenida de Rancho Boyeros, frente al edificio del Ministerio de las Comunicaciones por una parte, la Biblioteca Nacional y la Terminal Nacional de Ómnibus, por las otras se extiende una zona en la que hoy pululan choferes e intermediarios dispuestos a embarcar a viajeros hacia cualquier destino accesible por carretera, pero que hace apenas 25 años ocupaba un edificio con una leyenda bastante peculiar.

Tal vez pocos hoy recuerdan aquella futura sede del Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME) reflejo también inconcluso del intento nacional por proclamar a Cuba como una nación avanzada, “en vías de desarrollo”, poseedora de un diversificada industria, como repetían los medios de prensa del país. A mediados de los 90, luego de un complicado proceso que incluyó explosivos y varias alertas a la población de los alrededores, el edificio despareció, como desapareció también el CAME y en su lugar quedó un área extensa, desolada, que poco a poco fue llenándose de bancos y farolas según un apresurado boceto de parque en el que hoy se sientan viajeros esperanzados y negociantes parlanchines que seguramente apenas hablan de lo que existió allí antes por considerarlo de una importancia menor, irrelevante.

Hospital Infantil Pedro Borrás
(c) Arquitectura Cuba
Sucede que las ruinas así casi nunca trascienden, pues no acumulan siglos o están asociadas a acontecimientos que hoy le resultan muy remotos a esa población capitalina en atareo constante, sobre todo la que se aventura por esa zona de la Avenida Boyeros, que se enlaza calle arriba, rumbo al mar, con la Avenida de los Presidentes, donde hasta hace muy poco languidecían las edificaciones de uno de los primeros y todavía en pie hospitales estilo Art Déco. El antiguo Pediátrico Pedro Borrás dejó de existir a finales del 2014, tras una década clausurado y otras más de dejadez y negligencia. Con su desaparición quedó expuesta otra explanada de algo más de 400 metros, en pleno Vedado, esa zona tan verde y pizpireta de la capital donde los derrumbes –hasta hace muy poco- no eran ni tan comunes, ni tan comentados.


V.
De los espacios incompletos que a la vez terminaron siendo áreas de abandono y chatarra, tal vez no haya uno que resuma de modo tan excelente el contraste entre el contexto y la utopía, como los restos de la proyectada Central Electronuclear (CEN) de Juraguá en Cienfuegos. Luego de la incertidumbre que ensombreció, a inicios de los 90, el patriotismo militante de otras épocas y tras las subsiguiente desaparición de la URSS y campo socialista, la “Obra del Siglo” fue finalmente paralizada en 1998.

Como Chernobil, Juraguá evoca desastre, un punto en el mapa nacional, donde casi nadie se aventura, a sabiendas de que el panorama no ofrece muchos atractivos, si acaso el asombro ante gigantescas estructuras de concreto y materiales estratégicos entre las que resalta el inacabado primer reactor. A diferencia de muchas otras ruinas que uno encuentra en recorridos por la isla, la armazón constructiva apenas cuenta algo de la vida anterior, pues esta solo existe en referencia a un futuro que nunca se tornó presente. Son ruinas sin utilidad histórica, apenas parte de un proyecto que alcanzaría toda su importancia en el porvenir, cuando se concluyera el improbable complejo que garantizaría de una vez y por todas la energía imprescindible para el desarrollo.

Como en Chernobil, el sitio goza de un extraordinario renacer natural en el que la maleza y la vida salvaje tratan de recuperar el territorio usurpado por el progreso. Aunque si en la contaminada zona ucraniana, los científicos se sorprenden del renacer de la flora y la fauna; en Juraguá tal parece que nadie se interesa por descubrir cualquier cosa en esa región casi olvidada. Para ilustrarlo basta indagar por Internet y descubrir imágenes como las de vacas que deambulan por los restos de una antigua carretera en la que a lo lejos se divisa la imponente presencia del inconcluso reactor.

Para quienes cuentan con acceso ilimitado a Internet y pueden realizar una pesquisa fotográfica, el significado de la magnitud de una obra como la CEN puede resumirse esa foto de animales vagabundos en los confines de una antigua zona industrial. Tal vez fueron tomadas por turistas en plan kamikaze, imbuidos por la aventura de conocer el verdadero país, el que no muestran las guías, o por compatriotas de la diáspora, en viajes de regreso a la patria, motivados por un afán reporteril para mostrarle al mundo el estado actual de lo que décadas atrás representaba la utopía.

VI.
La llamada Estética del Período Especial ha trascendido fundamentalmente como un término acuñado por investigadores académicos para englobar al repertorio de imágenes que comenzaron a aparecer a mediados de los 90 sobre Cuba, en especial La Habana y su entorno decadente, con las heridas frescas del deterioro provocado por los años más terribles de la crisis económica y estructural que siguió a la caída del bloque socialista. La representación de la capital como una ciudad ataviada con galas inimaginables al borde del hundimiento, denotaban una imbricación peculiar entre el pasado y el presente. La peculiaridad estaba dada por lo novel que resultaban las imágenes para una gran parte del mundo occidental que hasta esos años de ligera apertura apenas conocía de su existencia. La Habana era, para un limitado número de interesados turistas de Occidente, en su mayoría simpatizantes con la Revolución Cubana, una no menos limitada área cuyos puntos culminantes eran la Plaza de la Catedral y La Bodeguita del Medio, atracciones generalmente ofrecidas como parte de un paquete turístico que incluía días de sol y playa en la entonces casi carente de infraestructuras Varadero. Las impresiones sobre la ciudad y su gente se reducían a estas áreas mejor conservadas de un entorno todavía lejos de ser descubierto. Por semejante lógica, barrios como Centro Habana o El Cerro, apenas clasificaban en las posibles postales capitalinas. Ni siquiera el hoy visitado Barrio Chino existía en su actual proyecto de restaurantes y mercaderías.
(c) John Seith

Con los planes iniciales para desarrollar el turismo internacional, una de las estrategias salvadoras de la economía nacional del gobierno cubano, arribaron a la ciudad los primeros turistas con un marcado interés por saltarse los entonces circuitos turísticos carentes de cubanos por obra y gracia de la legalidad socialista y aventurarse por los recovecos de la vida cotidiana. Fuera de los hoteles, la ciudad se presentaba sin cosmética, con las huellas propias de la escasez, la innovación criolla y el haber sobrevivido a un Período Especial en Tiempos de Paz que se asemejaba más al momento en que ha culminado una larga guerra.

Las palabras casi proféticas del personaje de Diego en la multipremiada e icónica película Fresa y Chocolate quizás podrían explicar a la vez el disparatado interés foráneo e igual nivel de estupefacción entre los cubanos. Tras contemplar la ciudad en su predecible colapso y poco antes de su partida hacia el exilio, Diego exclama que viven en una de las ciudades más maravillosas del mundo. La historia literaria original ocurre en los años 70, pero la del filme tiene lugar en un tiempo más cercano al 1993 en que se rodó. La cámara, de modo más bien profético, se detuvo en las edificaciones finiseculares, ampulosas, llenas de ornamentos, maltratadas por el salitre o tiznadas del hollín del tráfico habanero. En la amplia colección de imágenes que presentaban a la capital como obra de arte, si bien decadente y frágil, temporal, la prioridad la ocuparon aquellas en que el esplendor de antaño había perdido, en apariencia, toda la importancia en la vida cotidiana. Podía ser la impresionante instantánea de un edificio ya desplomado, que únicamente conservaba en pie la antigua fachada con algunos de sus elementos arquitectónicos todavía visibles o la sobrecogedora escena de un habanero emprendedor, dedicado al entonces casi lucrativo negocio de rellenar fosforeras, en un portal majestuoso flanqueado por columnas, carente de la mayoría de los mosaicos del piso.

Los visitantes encontraban reveladores tales encuadres inéditos. Los cubanos, al inicio, se cuestionaban qué particular atractivo podían tener semejantes ruinas. Hasta que el ímpetu de progresar y la siempre evocadora necesidad de salir adelante, propició en los nacionales el convertir las descuidadas estructuras en sitios de renovada actualidad y así tornarlas en ofertas atractivas para el ahora siempre creciente interés foráneo. Surgieron hostales y restaurantes en aquellas otrora ruinosas edificaciones. Y en algunas, a pesar de los inobjetables beneficios del negocio, sus dueños decidieron alterar lo menos posible la impresión de finitud, de proximidad al colapso. De manera que en muchos de los nuevos establecimientos las reparaciones y remodelaciones fueron limitadas a contener el peligro de caída total. Lo demás se adaptó a las exigencias de una ya existente demanda por una representación específica del antiguo esplendor. La Habana de entonces comenzaba a ser una ciudad semi-eterna, obligada a detenerse aún más en el tiempo, para satisfacer a una audiencia atraída por una ya establecida imagen de la ciudad que propiciaba a la vez la rentabilidad necesaria para que el esplendor colonial a punto del desplome continuara manteniéndose inmutable.

Por aquellos años, una canción dedicada a la urbe de más de dos millones de habitantes pasaba a colocarse como la representación más auténtica de la capital. “Sábanas blancas” de Gerardo Alfonso, resumía la afectividad habanera con la enumeración de zonas distintivas de la geografía local y el posible efecto devastador de la distancia, adosada con un virginal comienzo en tiempo de guaguancó que proseguía in crescendo hacia sonoridades más elaboradas. La renovada atracción que La Habana causaba en el extranjero parecía haber encontrado en el panorama nacional una contraparte más festiva, tal vez más auténtica que el optimista, pero imposiblemente inclusivo lema de “la capital de todos los cubanos”, que también comenzaba a asociarse con La Habana.

Poco tiempo después, luego del éxito global del Buena Vista Social Club (disco, proyecto musical y documental de Win Wenders), la nostalgia se añadió a los remanentes del período republicano y las ruinas encontraron otra audiencia interesada en sus historias con el añadido de temas musicales también anclados en el amplio catálogo discográfico de las creaciones de los años 40 y 50. Aunque el espíritu retro sigue considerándose una importación, una capacidad de observación que pertenece más al visitante que al habitante local, en especial en lo relacionado con los sonidos musicales de la ciudad. Los cubanos, en un número cada vez más creciente van pasando de la Estética de la Necesidad a la del Consumismo. Y como ocurre en los videoclips de los reggaetoneros, lo antiguo se valida siempre que su estado actual no comprometa también su antiguo valor y sugerencia de estatus. Como ornamento, como telón de fondo, son parte de una lista pretenciosa de efectos de consumo, bienes para adquirir, en un claro objetivo exhibicionista de esos cantores de gruesas cadenas doradas, tatuajes multicolores y cabezas entorchadas de gel, reflejo de las actuales divisiones sociales del país. Se prefieren las viejas mansiones y autos, siempre que brillen, que mantengan el lustre y valor añadido de antaño.

Las ruinas, los espacios vacíos, permanecen en silencio, ajenos a toda creación musical, a no ser que algún otro emprendedor nacional los utilice para rodearlos de bocinas y amplificadores e invite a una multitud perennemente deseosa de mover el cuerpo a convertirlos en calientes pistas de baile. Y esas también cautivarán la atención de visitantes, incluyendo a la supuesta avalancha de norteamericanos, a quienes tanta alegría en medio de tanto abandono y precariedad les parecerá otro de los enigmas indescifrables de la isla caribeña que en esta ocasión escogieron como destino turístico.


miércoles, febrero 11, 2015

La triste evidencia de otra guerra estúpida.

(Gleb Garanich/Reuters)
Un fotógrafo de Reuters publica esta semana la foto simple de una tragedia. Aunque su impacto es inmediato, crudo, es posible que pronto sea olvidada, en el remolino de imágenes que produce un conflicto actual y todavía sin visos de terminarse. Fue tomada por Gleb Garanich en una ciudad hasta ahora insignificante, Kramatorsk, en la región de Donetsk, al este de Ucrania. Es de esos sitios en la geografía de la antigua república soviética de los que apenas habíamos oído hablar, como Chernobil antes de 1986.

La única diferencia es que en Kramatorsk no ha habido un desastre nuclear y allí la vida de sus habitantes prosigue. Así lo muestra, paradójicamente, la foto de Garanich, aunque en su primer plano la mujer que yace enfundada en un largo abrigo negro de plumón y botas hasta la rodilla, haya fallecido puede que horas antes debido a la explosión de un mortero disparado desde las filas prorrusas. O tal vez no fueron ellos, se esforzarán en argumentar los defensores de ese bando, mientras sus oponentes se desgañiten alegando la culpabilidad de los otros y mostrando evidencias del entrometimiento, como el Presidente Poroshenko, que en la reunión de hace unos días en Munich, posaba con los pasaportes rusos de soldados capturados por fuerzas ucranianas en la región separatista.

Ese es el escenario más conocido de las guerras, el de las facciones en pugna, en constante trueque de acusaciones, como un siniestro juego de niños: tú dices, yo digo. Solo que en este escenario, además de las palabras, las posiciones se dirimen con disparos y bombas. “¿A quién se le ocurre ir a una guerra con un pasaporte?”, dirían algunos, tal vez pensando en la idea clásica de un combate, esa más propia de las secuencias de un filme bélico que recrea batallas típicas del siglo XIX, cuando los soldados combatían y se asesinaban frente a frente, en el más ridículo y puro estilo militar. No obstante, en este siglo, las guerras carecen de campos de batallas, pues transcurren en cualquier espacio donde rompan de golpe la rutina del día a día, como en Kramatorsk, Ucrania.

En la foto de Garanich se nota, al lado del cuerpo, el bolso que –es probable– la mujer llevara todos los días en su salida al trabajo o en el recorrido para procurar qué comer, algo tan normal cuando se vive en zonas de guerra. En la imagen, en lo que parece ser ya una costumbre, puede verse además un gorro de invierno cubriéndole la cara, ocultando la muerte. A lo mejor es un sistema de aviso por si aparecen a llevarse el cadáver, si es que eso llega a ocurrir, nunca se sabe. Mientras tanto, como también muestra la fotografía y las siguientes, la vida en la ciudad continúa.

La mujer yace sola, en medio de la nieve que ha quedado en esta zona residencial flanqueada por los edificios de la cuadrada arquitectura soviética. A unos metros, otros habitantes de Kramatorsk, los que han tenido la suerte de no ser alcanzados por un mortero o sus esquirlas, prosiguen con sus tareas habituales, pues cuando se vive en medio de conflictos que se prolongan indefinidamente, la tragedia adquiere un matiz menos sobrecogedor, más corriente. Hay quienes, por ejemplo, se retratan junto a los restos de un mortero, ese mismo que quizás minutos antes haya acabado con la tranquilidad de una familia, por no decir con la vida de uno o varios ciudadanos. “Es la guerra” – dirán unos. Es lo estúpido de su naturaleza, digo yo, y pienso en la pobre mujer de la foto: esposa, madre, hermana o abuela de alguien, tirada en la nieve, desarmada, víctima.

La fotografía de Garanich, en su simpleza y reflejo de lo cotidiano, me recordó a una semejante, sobrecogedora e inexplicable, que encontré en un periódico español en 1992. En una calle de Sarajevo, una mujer había sido abatida por un francotirador. Arropada igual por un largo abrigo, la también madre, esposa, hermana de alguien, había quedado inmóvil todavía asegurando dos grandes bolsas con las compras del día. Apenas llegaban noticias sobre la guerra en Bosnia a La Habana de los 90, fuera de las que pasaban por el complaciente tamiz (proserbio) de la censura oficial, de modo que era casi imposible llevarse una idea exacta de la magnitud de la contienda en aquella región inestable. Para colmo nosotros en la isla también andábamos ocupados en procurar alimentos, viviendo en una zona de guerra, aunque no había disparos o explosiones y las víctimas se cuantificaban en desconocidos padecimientos o desaparecían en el mar rumbo al Norte. En medio de tanta incertidumbre, la fotografía de aquella mujer se me había revelado como una certeza, la perturbadora potencia de las guerras para devastar la vida allí en el mismo sitio en que esta sucedía como un evento ordinario, terrenal.

Como en Bosnia, los hombres de un lado y del otro del conflicto del este de Ucrania, se parapetan detrás de ametralladoras y piezas de artillerías y gruñen sus amenazas. Cualquiera que los ve y se asusta, puede llegar a pensar que les corresponden a ellos los roles principales de guerreros, la insulsa heroicidad que otros les atribuirán. Sin embargo, las guerras, como muestra y, desgraciadamente, seguirán mostrando periodistas y fotógrafos –Gleb Garanich en este caso– ocurren en espacios más mundanos y terminan por afectar siempre a quienes intentan sobrevivir pensando que, pese a todo, la vida debe continuar.

lunes, enero 12, 2015

Una vida de perros


Quizás antes de surgiera el calificativo de “mejor amigo del hombre”, el perro ya había ocupado un lugar privilegiado en nuestra imaginación colectiva. Humanos y mascotas abundaban por doquier compartiendo el mismo espacio, de ahí que esa coexistencia evolucionara hasta nuestros días a lo que algunos exhiben como una relación demasiado cercana. Así lo creen quienes la observan desde la distancia, incapaces de comprender cómo es posible tanta química entre humanoides y cuadrúpedos.

Tal vez esa incomprensión se justifica por el miedo, por el hándicap sensorial y físico que marca distancias entre animales y personas. Mientras unos no admiten tales separaciones, hay otros que se la pasan creando fronteras imaginarias alrededor de sus cuerpos, una especie de expandible burbuja personal para repeler cualquier premonición de peligro. Y aunque quienes contemplan en el fondo desearían prodigarle a esas extrañas criaturas innumerables mimos y caricias, intuyen que hasta que no superen la barrera invisible del temor, solo pueden aspirar a mirarlos desde lejos, viendo cómo se revuelcan juguetones en la hierba o responden a las instrucciones precisas de sus amos.

Me cuento entre tales espectadores. Perros y yo nunca hemos hecho buenas migas, a pesar del esfuerzo -de mi parte, claro- por superar nuestras diferencias. Por ejemplo, cuando entre los animales y yo ha mediado la amistad de sus dueños, he tenido que meditar sobre cómo responder a la invitación a una visita a sus casas, a sabiendas de que, por muy interesante que resulte la conversación con mis amigos, estaré más atento a cómo se comporta el animal. Si alguien –ajeno a mi miedo y antecedentes- presta atención a la posible escena de seguro ignorará el verdadero significado de cada mirada entre el animal y yo, de cada reconocimiento mutuo.

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lunes, septiembre 29, 2014

Para una postal de Budapest

Hace muchos años, de regreso a casa tras una jornada de trabajo irrelevante y agotadora, por lo intrascendente, encontré al abrir la puerta, en el suelo, una postal con la imagen del Parlamento húngaro. Mi amiga Kathy, desde la distancia, había decidido compartir su admiración por la ciudad a la que había llegado de visita. Yo también estaba sorprendido, no solo por la belleza del edificio impreso en el recuadro de cartón, sino también porque a principios de los 2000, en Cuba, el servicio de correos parecía tan anacrónico que uno pensaba que ya no podían suceder hechos tan mundanos como esa acción simple, la de recibir postales. Creo que nunca pude agradecerle al cartero del barrio, su dedicación al oficio y su personal e incorruptible escala de valores.

Tal vez pensé, aquella noche, luego de leer el texto de la postal y reparar en los detalles de la fotografía, en el Budapest de mis memorias, aunque yo nunca hubiese puesto un pie en aquella ciudad. Sin embargo, para alguien acostumbrado al cosmopolitismo socialista de los 70s y 80s, mis recuerdos de Hungría eran solo referentes culturales: animados de los Estudios Pannonia, filmes de István Szabó  y unas cantas melodías representativas de la fiebre de música disco de ese país en las voces de Judith Szücs  y Newton Family. Por aquellos años estaba enamorado de Éva Csepregi, la cantante rubia de los Neotón. La había visto en algunos videoclips que transmitían a menudo y en algún que otro mini-recital dramatizado en el que ella aparecía interpretando sus melodías, mientras recorría calles y lugares de una ciudad que bien habría podido ser Budapest.

Siempre recuerdo que, para la representación del mundo socialista que nos llegaba al Caribe, Hungría aparecía como la versión más cercana a la idea del paraíso, al menos en la materialidad de ese edén imaginado. Los húngaros, a diferencia de los soviéticos, los polacos y los alemanes del este, al menos se vestían de modo poco convencional, con más color, más accesorios y aparentaban una actitud más liberal hacia la vida.

A mí me atraía además el idioma y su sonoridad tan peculiar y lo hubiera aprendido de haber tenido la oportunidad. Tal vez, en el futuro luminoso y lleno de opciones profesionales que en los 80s nos prometían en la isla, estaba la posibilidad de un viaje o una estancia prolongada tras la Cortina de Hierro, allí donde –gracias a nuestra ingenuidad y desinformación- “se vivía tan bien”.


Hace unas semanas, ferrocarril mediante, llegamos a la estación de Keleti, ese centro del nudo ferroviario que conecta a la capital húngara con el resto de Europa y, en otras épocas, con el mundo de las diferencias que se extendía Danubio arriba. Y aunque la primera impresión no resultó demasiado halagüeña, tampoco pareció activar en los recuerdos la más mínima coincidencia con un paisaje imaginado.

Quizás no haya un método eficaz para acercarse a una ciudad desconocida. No importa cuánta información previa uno pueda acumular, cuán capaz se sienta uno para amaestrar la imaginación con tal de concebir escenarios posibles. Nada te prepara para la experiencia de lo real, el contacto con las sensaciones que provoca un espacio. Sería pueril afirmar que Budapest posee una magia, el encantamiento propio de un enclave urbano con demasiada historia, pero cuando uno se topa con ese famoso paisaje a ambos lados de la ribera del Danubio, la vista puede que no de crédito y entonces uno acude a lo sobrenatural para explicársela.
Vista desde Pest


Viniendo de Viena y cansado de escuchar historias acerca de la grandeza y majestuosidad de la antigua capital imperial, cualquiera espera encontrar en Budapest a una ciudad menor. Sin embargo, las comparaciones no son posibles, a no ser las que afirmen, aún cuando escandalicen, que ante Buda y Pest, la capital austríaca se reduce a una villa de provincias, disminuida, tosca.

De historias y memorias particularmente incómodas

Cuando llegué, como es lógico, intenté encontrar mientras caminaba, algunas huellas del pasado más reciente, ese que se emparentaba con el de mi isla en aquella época de supuestos intereses comunes. Así lo han hecho otros compatriotas con anterioridad, como si se tratara de una tradición, como si nos identificara ese afán por descubrir semejanzas, aunque haya pasado el tiempo, aunque el trauma nacional de 1989 pertenezca a la historia. Sin embargo, de algún modo, precisamente por esas asociaciones traumáticas con las fechas, uno se siente tentado a pensar que todo sucedió el día anterior, y luego no entiende posibles actitudes de los locales que ante cualquier pregunta te responden como si el comunismo, así, con todas sus letras, es un período que se menciona sin que importe mucho para el día al día, porque al final, todo ocurrió hace tanto tiempo
Monumento a las víctimas de la invasión nazi de 1944

Puede que 25 años sea demasiado para dejar  huellas del pasado, de un modo de gobernar, de vivir. Lo cierto es que  si quedan rezagos, la mayoría, sobre todo los intangibles, han sido borrados por el incontenible ritmo de la vida cotidiana. Pues Budapest es una capital en marcha, donde –a pesar de cualquier crítica basada en prejuicios o estereotipos- y a pesar también de la mala publicidad que genera el actual primer ministro, hay un movimiento que demuestra el pulso vital de una ciudad. 

Memoria es una palabra peculiar en la Hungría de Viktor Orbánquien al parecer, heredó de la tan por él odiada Escuela Soviética, el gusto por las conmemoraciones y los monumentos. Y hay varios en las calles y avenidas de Budapest. Desde los que conmemoran la grandeza de la nación, como en la Plaza de los Héroes, hasta los que datan del Período Imperial y las revoluciones de los siglos XIX y XX. Algunos, sin embargo, han aparecido recientemente, erigidos a toda prisa, como si el país necesitara una nueva fecha histórica con urgencia.

Meses atrás se levantó en las inmediaciones del Parlamento, un grotesco complejo escultórico que ha suscitado más de una polémica y el rechazo de la intelectualidad húngara. Una estructura con columnas griegas se erige detrás de una estatua del arcángel Gabriel, que a la vez simboliza a Hungría en su papel de víctima ante una inminente invasión nazi. La Alemania del Tercer Reich está representada por un águila a punto de hundir sus garras en la figura inferior. Tal infantil proyecto, resulta tan falso como risible.

Sin embargo, más que la estética del conjunto, lo que le critican los intelectuales y familiares de las verdaderas víctimas, es que tal adefesio es uno de los más recientes intentos de re-escribir la historia que se le atribuyen a Orbán y sus seguidores. Frente al monumento, ahora vigilado por la policía, se ha acumulado el rechazo popular. Además de mensajes y notas explicando sus motivos, familiares y amigos han dejado objetos y réplicas de pertenencias de los cerca de 50 000 judíos que perecieron no sólo en campos de concentración, sino masacrados o ejecutados por militares húngaros.


La otra nostalgia


Tras recorrer la amplia muestra de recuerdos dejados frente al monumento, pensé que tal vez las referencias al pasado que encontraría estarían dominadas por esta narrativa oficial antisemita. Pero paseando por las calles del quinto distrito, nos topamos con la vitrina del Café Táskarádió Eszpresszó y en mi memoria se me fueron aclarando algunas imágenes de la tierra magyar que nos llegaron a la Cuba de los 70s y 80s. Este café, versión húngara de la Ostalgie alemana, está decorado con objetos y fotografías que ilustran la vida en la Hungría socialista y hasta forma parte de giras que pueden hacerse por la ciudad para turistas interesados.
Táskarádió Eszpresszó

De entre la variedad de animados que veía en la tele de mi infancia, siempre prefería las alocadas aventuras de Aladár Mézga, con su nave espacial inflable, ilusión colectiva de viajes al cosmos, cantaría Vanito. Cuando se lo comenté a una amiga húngara de Helena, antes de irse de vacaciones a la isla, se quedó muy sorprendida de que alguien en Cuba conociera a tal personaje de su niñez. En la mía y también procedente de Hungría, me persiguieron las imágenes y angustias de Juan el Paladín (János Vitéz), un legendario héroe magyar inmortalizado en animados psicodélicos. Sobre él esperaba encontrar más referencias en Budapest, ¡no por gusto hasta inspiró un poema de Sandor Petófi!, pero no hallé su imagen ni en las tiendas de souvenirs, ni en las de antigüedades.

Táskarádió Eszpresszó (interior)
Por Vitéz indagué con un amistoso vendedor de artesanías cerca de la Fortaleza del Pescador. También sorprendido de que conociera al héroe y la película de animados, me dijo –con pesar- que en estos tiempos ya a nadie le interesaban “esas cosas”. Ahora todo es norteamericano, me aclaró, no sin antes asegurarme de que tiene en su casa aún una copia en DVD del filme en dibujos animados, que muestra con frecuencia y orgullo a su hija pequeña. Ambos coincidimos en la calidad de la animación, que para la época se asemejaba más al Sergeant Pepper de los Beatles que a la representación ilustrada de un monumento literario.

Curioseando en otra de las tiendas cercanas, otra vendedora volvería a admirarse cuando descubrí entre sus mercancías, un pequeño cuadro de barro, donde se ilustraba otro personaje de mi niñez. Luego de preguntarme por mi origen y vanagloriarse de haber presenciado el que fuera tal vez el último concierto de Omara Portuondo en la ciudad, mientras envolvía cuidadosamente el cuadro que ilustraba al cuento del dragón Süsü, insistía en que le aclarase como era posible que conociera yo a semejante historia y protagonista. Lo compré más por la sorpresa, aunque desde el estante donde permanece ahora, me resulta demasiado familiar, como si hubiera estado entre mis pertenencias desde hacía mucho tiempo, el noble dragón que en el Krim 218 de mi niñez cantaba aquello de: oh dulce princesa, eres bella como una flor.

Sin embargo, no solo los re-encuentros con los recuerdos infantiles se sucedieron en este viaje. Justo el primer día, acabado de salir de la estación de Keleti, rumbo a nuestro apartamento rentado en la calle Dob del barrio judío, una Ikarus roja, como las de hace 25 años en La Habana, que apareció tan campante por la avenida, había sido el primer flashazo de una predecible retrospectiva. En Budapest son trolebuses, otra palabra sacada del diccionario de influencias soviéticas, y siguen rodando como si nada, entre una abundante flota de modernos Mercedes Benz y BMWs. En Cuba, parece que ya transcurrió todo un siglo desde que se extinguieron de las calles de la nación caribeña.


Epílogo

Dejamos el paisaje entrañable y prometimos volver. A pesar de las largas sesiones de caminata a un lado y otro del río, nunca alcanzan cuatro días para descubrir lo que ocultan todos los rincones.  Cuando llegó aquella postal del Parlamento, allá por el año 2001, me prometí escribir alguna historia centrada en la ciudad. Tenía en mi mesa de trabajo una versión de la entonces muy popular Enciclopedia Encarta, con su entrada sobre la capital húngara y sus lugares famosos. Algunas tardes de aburrimiento, todavía soñando con la posibilidad de un viaje, aunque ya no existieran fronteras o socialismo en la Europa continental, me pasaba horas jugando con las imágenes en 360 grados que mostraban retazos de Budapest. Moviendo el cursor muy lentamente, era posible llegar a admirar los detalles de aquellas vistas panorámicas, definidas con lujo de detalles en la pantalla de mi computadora.

Yo, con el tiempo, creí haberme aprendido todos los pormenores de aquellas vistas, como para nunca perderme en el supuesto de que algún día fuera a parar a aquella ciudad maravillosa. Sin embargo, cuando este septiembre visité sus calles y palacios, recorrí avenidas y explanadas a la vera del río, no pude reconocer en las vistas reales, ninguno de aquellos paisajes de recorridos virtuales con movimientos panorámicos en las fotos de la Encarta.

Ah, la memoria, pensé cuando el tren de regreso a Viena, hizo la primera parada en los límites urbanos de la ciudad, poco tiempo después de cruzar uno de esos impresionantes puentes sobre el Danubio.

jueves, junio 19, 2014

Por otros veinte años


Aula Magna, Universidad de La Habana
Hace veinte años estoy en La Habana, en una ocasión que en ningún momento me parece definitoria, aunque simule estar cargada de significados y relevancias, como todo un manifiesto. Sé que la voy a tomar sin mucho dramatismo, como si me pareciera banal y cotidiana. Hasta la puedo sentir, se trata de un acto más bien mortificante, como esta propensión personal a la transpiración exagerada, en una tarde de julio, a esta hora en la que a algún fanático del aire acondicionado se le ha ocurrido oficializar como la más propicia para una graduación universitaria. Sin embargo, yo continúo en la negación, en la desconfianza ante lo que antaño parecía definitivo. ¿Acaso no es esa la mejor conclusión atribuible al acontecer de los últimos cinco años?

Me canso en La Habana de 1994 que comienza a sonar masivamente a timba, aunque por momentos se escuchen también, como en nuestro ya antiguo piso de F y 3ra, melodías de Joaquín Sabina, tras su viaje reciente a la isla y presentación en el Karl Marx, que lo han tornado omnipresente y conocido, súmmum de la creatividad. Y yo me lo perdí, como dejé pasar las experiencias de los dos meses transcurridos desde de que abandoné la capital para una larga temporada de descanso en Santa Clara. Allá las distancias son menores y las carencias se dirimen en familia, en la casa pequeña y malhecha que todavía va a resistir dos ¿o tres? huracanes de gran intensidad. Solo sabía que debía dejar el panorama habanero, las tardes de incertidumbre y paseos de La Rampa al Chaplin para consolarnos ante la recreación grandiosa de algún contexto poco familiar, de la mano de un Antonioni, un Bergman, un Fellini, un Chabrol o el más tierno Ettore Scola. La Habana de entonces se identificaba con caminatas, un ir de aquí para allá en la finita y protectora geografía del Vedado. Más allá solo asomaba el horizonte sinónimo de más cansancio, la imposibilidad de un previsible retorno, porque a determinada hora los escasos vehículos que rodaban por las calles podían desparecer, o esas mismas calles podían perder sus contornos, luego de que las pocas farolas que alumbraban las fronteras del espacio se apagaran inesperadamente.

No es nostalgia, me convenzo en esa tarde del 94, subiendo por H en dirección a La Colina, inspeccionando la acera para descartar los tramos con la menor porción de sombra. Y ya mi camisa de estreno amenaza con pegarse a la espalda, primer síntoma del desconsuelo que precede al tedio. Es eso, el puro agotamiento ante la ocasión que completa el lustro de mi historia íntima de amor-odio con la ciudad. Al final ella es solamente un espacio exagerado por las vivencias, los amigos y la casualidad que no existe fuera de esas referencias personales. Caramba, ¿por qué no habríamos coincidido en otro punto urbano del planeta? ¿París, Buenos Aires...? hasta Leningrado, vaya, aunque en ese año ya no se le llame así, con esa aparentemente superada nomenclatura. No es nostalgia, repito, las memorias solo pueden evocarse desde lo pacífico-apacible, no desde el cansancio.

Y yo sigo agotado, aunque indeciso entre sentarme a descansar en algún banco de los del Parque de 21, pues puede que por allí ronde el fantasma de alguna conversación pendiente y quedaron amigos de los que no pude despedirme cara a cara, por nada, por agotamiento, por no creer en la solemnidad. Igual nos vamos a reencontrar; no ese año, no el siguiente, sino en diciembre del 95 en Festival de Cine, en el inicio de las desapariciones. Será como una fotografía colectiva en la que, como en un collage pop-art, ciertas figuras se reducirán a siluetas coloreadas de blanco, señalando así las ausencias. Y yo, todavía incrédulo, volveré para las próximas tres ediciones hasta que el desánimo se convierta en total aburrimiento y entonces regresar al Festival carezca de sentido, ni siquiera quedarán los faranduleros habituales.

Pero todavía es el incipiente verano del 94 y la acción de recoger, ¡en el Aula Magna!, un título enrollado ha bastado para superar nuevamente esa llamada Autopista que acelera –dicen- el trayecto entre el centro del país y la capital. Y allá voy, transpirando, incapaz de recordar, sin ninguna expectativa por el futuro. No obstante, me va a ser difícil digerir las noticias del próximo mes, esas de compatriotas también sudorosos, amnésicos y desesperados que se lanzarán al mar. Pero las imágenes que acompañarán tales sucesos no las veré hasta años después en un documental español nominado a un Oscar, así que ahora tampoco tiene sentido evocarlas.

Paso por la Facultad de Biología con el único anhelo de que amaine el calor. A esta hora estaría tumbado en el piso de la sala de mi casa, adormecido por la brisa que envuelve a mi barrio también decepcionado, avergonzado por tanta degradación visible tras los años críticos.  Él, que en los años 80 se tenía como emprendedor y futurista, ahora tiembla de pudor cuando alcanza a escuchar que lo caracterizan como semi-marginal. Es lo que yo digo: crisis total de representación, modelo aspiracional de sociedad en franca contraposición con la realidad, aunque claro, en el 94, en las cercanías del Aula Magna, casi nadie habla en esos términos, si acaso alguien aludirá a "La Simulación", como si se tratara de una certeza colectiva.

Es solo un grupo, dirían en aquella época y dirán en el futuro, para tratar de restarle importancia y hasta a mí, que trato de disminuir la relevancia del acto en sí, me desconcierta mi esfuerzo por terminar de una vez con este capítulo personal. Aunque es difícil, sobre todo por ese arrogante sentimiento juvenil de aspirar a la trascendencia. “Ninguna expectativa, nada de intentar cambiar las cosas”, me ha aconsejado un amigo ante la proximidad de septiembre, ese comienzo señalado de lo laboral. Sin embargo, previo al paseo ceremonial alguien nos ha reunido frente al recinto y escuchamos a una colega –entonces condiscípula- leer un texto emancipador y animista. Respiro, en medio del cansancio, voy a registrar ese momento como primordial. Luego entraré, esperaré mi turno y recogeré mi título de manos –menos mal- de una de las profesoras más éticas y consecuentes de todo el claustro. Alguien tira fotos. Aparezco en un grupo de los que se forman espontáneamente en ocasiones como esa, aunque no me reconoceré hasta una década después, cuando la fotografía aparezca, reducida en formato digital, en la pantalla de una computadora del Graduate Centre de la Universidad de Cardiff.

Tampoco en 1994 habré escuchado de la capital galesa o de la posibilidad de viajar y establecerme fuera de nuestra isla del Caribe. Lo segundo creo haberlo debatido con otros más decididos a tal empresa, en algunas tardes de Facultad, justo meses antes de ese julio, cuando todos andan en los trajines de escribir sus tesis de grado y las conversaciones son esporádicas, casi tanto como las de esa tarde del 94 cuando algunos hemos comenzado lentamente a despedirnos. Sin embargo, no son despedidas clásicas, sino más bien señales que marcan el fin de un hasta ahora espacio común. La mayoría nos reencontraremos pronto en ocasionales viajes a aburridos “eventos del sector”; otros nos escribiremos cartas, otros usaremos el teléfono hasta que la Revolución Digital, con su habitual atraso en el terreno insular, desbarate la rutina de la distancia y nos acerque, próximos ya a la primera década tras ese julio de 1994 en el cual, casi por milagro, he dejado misteriosamente de sudar.

Ha terminado la ceremonia y como si se tratara de una profecía del por entonces también célebre Nostradamus, nos hemos dispersado. Yo regreso a un trayecto conocido: de la casa de Tía Lola en Línea y D a recorrer la distancia desde allí a la consabida Terminal de Ómnibus. Más de 260 kilómetros después estaré dispuesto por fin a descansar. El futuro podrá esperar, máxime cuando en el próximo mes los acontecimientos nacionales despojarán a esa palabra de toda referencia a una mejoría. Tal parece que después de 1994 solo existirá el pasado, ya sea como contexto para las memorias o como espacio para la reinvención constante. Llegará el 2000, nuestro umbral generacional y hasta puede que nos sintamos totalmente engañados y aunque ya ni importe, algunos se preguntarán por el destino de aquellas promesas colectivas asociadas con la fecha. Lo único cierto es que vendrá otro julio caluroso, otro mes que se resumirá para mí en transpiración y cortas estancias fuera del aire acondicionado. El título de Licenciado en Periodismo, desenrollado y frágil, permanecerá en una gaveta hasta que lo requieran diez años más tarde para otro trámite oficial del otro lado del Atlántico.

martes, febrero 25, 2014

La memoria afilada

( Kitchen knives' store Kappa-Bashi Kamata Hakensha
at Kappabashi-dori, Matsugaya, Taito,
)
Abuela María pronunciaba siempre una frase intimidatoria cada vez que, de pequeños, nos acercábamos demasiado a los cuchillos. “El Diablo anda suelto”, decía, para que uno asociara inmediatamente la cercanía de los objetos con la presencia espeluznante de Satán. Aunque a decir verdad, nadie me había alertado mucho sobre tal ser todopoderoso al que debía temer, o sobre cuáles eran sus características o las horas más propicias para sus apariciones.

Eso sí, desde la corta distancia que abarcaba el campo visual, todavía con minúsculos pedazos de cáscaras de plátanos, láminas de cebolla o ensangrentados en las ocasiones cuando aun repartían la carne de la cuota, los cuchillos mantenían una aureola de misterio y fascinación. Tal vez por la reacción que provocaban en los mayores cuando uno los tomaba por el mango y los alzaba con un ademán de curiosidad, en un breve e ingenuo acercamiento a las potencialidades del poder.

La fascinación venía también de la variedad de armas blancas que ilustraban el Pequeño Larousse, cuya edición a finales de los 70 fue tan popular entre los escolares cubanos. Junto a dibujos conocidos como los de la espada y el puñal, aparecían otros tan exóticos como el alfanje y el yatagán. Además, en los espacios televisivos de finales de aquella época, series tan populares como "La máscara roja", "Enrique de Lagardere", "El prisionero de Zenda", "El hombre de la máscara de hierro", "El halcón" y "El águila", las armas blancas, verdaderas y de atrezzo, adquirían un rol casi protagónico en innumerables escenas de combates y trifulcas.

Los artefactos filosos ocuparon gran parte de los cuentos que escuché en la escuela primaria, gracias a la fértil imaginación de un compañero a quien todos llamábamos Toñito. Su padre (¿o era su tío?) cumplía condena en alguna prisión del centro de la isla. Nuestro precoz narrador poseía un amplio repertorio de historias en las que siempre aparecía un “pérfido cortante”, ya fuera un punzón o una trabajada cuchara de aluminio que tras rasparse repetidamente contra la mampostería, adquiría el filo necesario para herir la piel humana.
(c) Pinterest

En el ámbito doméstico, los cuchillos de cocina, lo más semejante a las sanguinarias armas de la TV, distaban mucho de ser objetos decorativos. Aquellos hogares que lograron acaparar los mejores utensilios producidos en los 50 y quizás antes del 68, tal vez podían darse el lujo de contar con herramientas vistosas. Sin embargo, una gran parte de los cubanos, teníamos que lidiar con instrumentos salidos de la siempre inagotable inventiva criolla, que al final cumplían su función elemental del corte, pero que no garantizaban un amplio catálogo operacional.

Quizá por eso en casa envidiaban la colección de Pepe, el casillero. Sus verdaderos portentos de hoja afilada y brillante tasajeaban lo mismo el filete que la piltrafa y hasta los cartílagos más resistentes, sin mencionar que, accionados por el potente brazo de su dueño, tampoco creían mucho en la consistencia de los huesos e igual los cercenaban como el serrucho a la madera. Los cuchillos de casa, además de padecer una evidente crisis de identidad (no sabrían definirse como cuchillos o mini-machetes), sobresalían por su confección tosca, por el oscuro material de la hoja carente de letreros a lo Stainless Steel, garantía de calidad, y por el cabo rústico de madera, ajustado por remaches también criollos.

Con todo este preámbulo, no hay que sorprenderse de que mi madre, por ejemplo, celebrara los cuchillos de Marina (la esposa de mi primo), en especial uno de hoja fina y cabo blanco, comprado en algún establecimiento de Frunze, en la antigua RSS de Kirguizia. Aquella maravilla de las últimas producciones del campo socialista, garantizaba el éxito en cualquier cocina. Por eso cuando en 1990, Marina visitó por última vez su tierra natal, mamá solo le pidió que le trajera de regalo un cuchillo tan eficiente como aquel. Ambas, por un momento, puede que por la poca experiencia en viajes de avión, olvidaron las estrictas normas del equipaje para vuelos transatlánticos que impedían el transporte de armas blancas. Y tal regalo nunca llegó a materializarse, también debido a cierta superstición del Asia Central donde viajar con semejantes instrumentos presagiaba mala suerte.

En los inicios de las Shoppings, cuando aparecieron productos de dudosa calidad otrora extinguidos y los nacionales vivimos brevemente la ilusión de una oferta variada, descubrí en una limitada sección de ferretería, un juego de cuchillos. Empaquetados en una caja transparente y dispuestos como si se tratara de un juguete para niños, me llamaron la atención. Decidí entonces invertir parte de mi salario, como aún hoy hacen muchos compatriotas, en llevarme una de aquellas cajas con 5 utensilios cortantes, dignos de todo un chef, según se leía en algún lugar del envoltorio, no lejos del Made in China.


Sin embargo, aquellos relucientes y dolarizados implementos no duraron mucho. El mismo día de su estreno, mi hermano se apareció con unas tilapias recién compradas al pescador del barrio y escogió, para filetearlas, uno de los cuchillos de la caja, el de hoja cuadrada y ancha, tan familiar en los restaurantes asiáticos. Bastaron dos o tres golpes contundentes para que cabo y hoja se despegaran como si nunca hubieran formado parte de una sola herramienta. Igual o peor suerte corrieron los demás integrantes del conjunto que previamente algún empleado del Ministerio de Comercio Interior de Cuba había valorado en 5 CUC.

En Londres, vigilantes desde los anaqueles de los supermercados o en las súper ordenadas tiendas de cocina, la diversidad de cuchillos pone a prueba cualquier amplia colección de memorias sobre similares implementos originados en la isla en los años 70. Como en todos los destinos en los que la variedad se valora y tasa, los hay para innumerables usos y operaciones de corte y troceado. Por desgracia, muchos terminan en los bolsillos de adolescentes pandilleros y sirven para zanjar las más estúpidas discusiones en esos barrios donde los inadaptados se pelean por nimiedades y distorsionan los significados de lealtad, orgullo y valor. Y aunque hoy abundan restricciones para la venta, del mismo modo que para el expendio de alcohol, a cada rato aparecen noticias sobre jóvenes apuñalados, narradas con tantos detalles que convencerían a mi abuela de la imposibilidad eterna para volver a apresar al Diablo.

Caminando por las calles de Viena, me he topado con vidrieras de tiendas especializadas en cuchillos. Allí, a la vista de turistas y locales, se exhiben desde profesionales utensilios de cocinas, navajas suizas o de marcas no tan populares, hasta curiosos ejemplares cortantes, especiales para la caza o la pesca. Mi primera reacción siempre es de sorpresa, aunque por unos breves momentos vuelva con curiosidad infantil a los oxidados cuchillos de mi infancia. Sin embargo, basta una inspección más detallada a las muestras en exhibición para comprobar que la variedad es más un alarde exhibicionista que un signo de cuántas ventas se logran. En muchas de las piezas a la vista sobresale el polvo acumulado por los años que llevan colgadas, observando la vida que se mueve del otro lado del cristal en la antigua capital del Imperio Austro-Húngaro.



Otra inspección rápida a estos escaparates de cristal y una investigación no menos breve, bastan para comprobar la antigüedad de los productos en muestra. Algunas marcas ya se fabricaban desde el siglo XIX. De modo que siempre pienso, tal vez con la misma aprehensión antigua acerca de la posibilidad de un demonio al acecho, que en los años 70 los niños austríacos tendrían una relación diferente con los cuchillos.

sábado, diciembre 21, 2013

Aquellos parques del Vedado

A inicios de los 90, el mundo se reducía a las calles y casas del Vedado. Pero la atracción del barrio no se debía únicamente a la limpieza del entorno, los árboles “de boliches verdes”, como decía Carlos Varela, o la aparente tranquilidad que envolvía a aquellas villas y palacetes, casi siempre sedes de embajadas o residencias diplomáticas.

En realidad, apenas nos movíamos fuera de un trayecto conocido: Fy3ra-Facultad-Biblioteca Central o Nacional, durante la semana o paseos a todo lo largo de Línea, G o 23, rumbo a las tandas de Cinemateca en el cine La Rampa. Para aventurarse hacia lo desconocido hacía falta una motivación enorme. Eran los años del escasísimo transporte público, de los ruteros y el incipiente camello. Alamar, La Lisa, Regla eran viajes que se nos antojaban imposibles. Cuando escuchábamos los relatos de condiscípulos que habitaban esas y otras zonas tan alejadas de nuestro centro habanero, sitios como Santa Fe o Cojímar, que se atrevían a diario a viajes de ida y regreso hacia tales destino, me sentía con deseos de llamarlos héroes.

Nunca, pensaba yo, podría aspirar a tal heroicidad. En la lucha diaria contra la desidia y el peso enorme de la incertidumbre, desnutridos como estábamos, el agotamiento no era una reacción lógica del cuerpo a los estímulos exteriores, sino más bien un efecto secundario. Se trataba de una condición permanente, como si uno siempre estuviera cansado. Por eso los parques del Vedado, con sus bancos desolados y sus árboles todavía verdes, aparecían como el mejor sitio para el descanso. Allí llegábamos tras largas sesiones de caminata que serían impensables en la década anterior, pues todavía existían rutas de guaguas para tales trayectos cortos que se extinguirían en los años siguientes.
(c) Somos Jóvenes
De todos los espacios verdes prefería el de 21 y H. A pesar de la cercanía con calles bulliciosas, repletas de transeúntes, en la manzana que cubría el parque siempre reinaba la tranquilidad. Así lo preferíamos también muchos colegas de la Facultad de G y 23, las veces en que faltaba algún profesor o en las tardes después de clases.

En los bancos del parque tuvimos conversaciones memorables sobre literatura, cine, actitudes necesarias para la supervivencia, estrategias para escapar de la banalidad o posibilidades de reclamar el futuro. A veces pensaba que nos movíamos dentro de burbujas, como un método personal para evitar el colapso. Parecía que con las escaseces la gente perdía a diario las esperanzas, en un agotador proceso que erosionaba lentamente la hasta ese momento salvadora colectividad, aunque el discurso oficial se afanaba en rescatarla, apelando a simples mensajes televisivos que equiparaban patria con familia.

Sin embargo, cuando uno entraba en las inmediaciones del parque de 21 y H, la burbuja personal cedía ante la proximidad de un espacio protegido. Al menos así lo entendíamos unos pocos, tal vez porque los encuentros allí nunca terminaron en experiencias desagradables. Afuera la ciudad y sus habitantes se desesperaban, se desvanecían gradualmente o de un golpe con la fatalidad de un derrumbe. Algunos parques también desaparecían cuando sus bancos perdían los travesaños de madera o sus asientos de mármol o concreto.

El de 21 y H sobrevivió a los desastres cotidianos y a la contagiosa propensión de lo demás en convertirse en ruinas. Yo dejé La Habana a inicios del verano de 1994, unos meses antes del Maleconazo. Volví un año después y repetí en los siguientes diciembres con motivo del Festival de Cine hasta que desistí. Cada visita al evento habanero se podía traducir como la dolorosa evidencia de que la ciudad iba perdiendo, primero los rostros entrañables y luego, los conocidos. Hasta las caras habituales de la farándula cinematográfica habanera cambiaban de un año a otro.

Volví al parque en el verano del 2001. Allí, en uno de aquellos bancos, me encontré con mi amiga Katherine luego de siete años sin vernos. Terminamos en el parque casi por accidente, tras una caminata desde su antiguo apartamento de solar en Cayo Hueso hasta los paisajes antaño frecuentados cerca de la Facultad. Ella ahora vivía en Suiza y desde nuestra graduación no habíamos tenido oportunidad de vernos cara a cara. Un banco de aquellos sirvió para descansar y continuar con nuestro diálogo de ponernos al día.

En medio de la conversación, se nos aproximó un hombre de mediana edad, en el que ni siquiera habíamos reparado. Por un instante supuse que nos pediría algo, aunque mi amiga distaba de la pretendida clásica imagen de alguien llegado “de afuera”. Sin embargo, cuando llegó junto a nosotros solo admitió haber estado espiándonos desde la esquina. “Yo vengo todos los días a esta hora a sentarme en ese banco, pero al verlos a ustedes conversar con tanto entusiasmo, se los voy a dejar hoy”. 

Cuando pienso en aquella tarde, post-desastre, estoy seguro de que nunca le agradecimos lo suficiente. Luego yo abandoné la isla, regresé ocho años después, pero apenas estuve unas horas en La Habana antes de tomar el avión de vuelta a Londres. En junio del 2012 hacía mucho calor y de haber tenido tiempo, la sombra de los árboles de 21 y H tal vez habría ayudado a sopesar las fatigas del regreso, la inclemencia solar del trópico. De cualquier modo hoy ya sé que esa manzana en medio del Vedado, como toda la zona que conforman las fronteras de la mayor isla del Caribe, solo existe en mi memoria.