jueves, julio 15, 2021
Cuba en las calles, 11.07.2021
jueves, julio 08, 2021
Memorias de la pandemia (8)
martes, diciembre 22, 2020
Memorias de la pandemia (7)
martes, julio 28, 2020
Memorias de la pandemia (6)
En Austria, creo que nos hemos acostumbrado a llevarlas sin muchas complicaciones. Sé que también hemos tenido “protestas” de ciudadanos que alegan que el virus es un invento y que las órdenes decretadas por el gobierno del Canciller Sebastian Kurz son un experimento para coartar las libertades y derechos de los habitantes del país. Sin embargo, luego de las manifestaciones de inconformidad, la gente ha seguido disciplinadamente con las recomendaciones de las autoridades.
Al principio, porque ya podemos hablar de un estado inicial en esta pandemia tan extensa, las máscaras o la protección para nariz y boca, como advierten los carteles y anuncios públicos en alemán, eran necesarias en casi todos los lugares. Luego hemos vivido un par de semanas de cierto relajamiento en las que sólo fueron obligatorias en el transporte público. Y justo el pasado viernes 24 de julio, se volvió a imponer su uso en supermercados, tiendas oficinas de correo y bancos.
Me acuerdo que a inicios del 2020, cuando el virus sólo “ocurría” en China, había visto a algunos en Viena llevando las ya tan inconfundibles mascarillas desechables azules o verdes. Curiosamente, casi todos estos pioneros en el uso de la protección eran asiáticos. Y si mis primeras reacciones fueron de tildarlos de exagerados, con la llegada del virus y su avance me he dado cuenta de ponerse lo que ahora en Cuba llaman nasobuco, es también una cuestión cultural. En China, Japón, Corea y varios países del Sudeste Asiático, desde los brotes peligrosos de SARS o Gripe Aviar, es común ver a personas llevándolas incluso en días en los que no hay ninguna amenaza de epidemia.
Es cierto que en las primeras semanas del confinamiento los expertos sanitarios, los especialistas y los políticos no lograban ponerse de acuerdo sobre los beneficios de las mascarillas. Unos recomendaban su uso y al día siguiente aparecían los demás para señalar la poca evidencia de que protegían contra el virus. Mientras en algunos países donde no era obligatorio taparse la boca y la nariz los casos aumentaban, en otros, como en la vecina Eslovaquia, donde todos llevaban sus vías respiratorias cubiertas, el virus estaba mejor controlado. Creo que fue el detonante para que al fin muchos se convencieran de que efectivamente las máscaras limitaban el contagio.
Antes de que volvieran a decretar el uso obligatorio ya estaba adaptado a ponerme una de las de tela, que compramos a una firma local, conocida por sus coloridas ropas para niños. Como debía llevarla en el transporte público, hubo días que salí de casa con ella puesta para hacer el trayecto mañanero hasta el Kindergarten de mi hija. Allí los padres nos saludamos todavía con mascarillas y procedemos de uno en uno a dejar a los pequeños en la Sala de Juegos. Luego el camino de vuelta en tranvía, lo hago sin necesidad de quitarme la pieza de tela y si tengo planeado seguir hacia un supermercado, pues entro al establecimiento como en los días iniciales del encierro.
Cualquiera pensaría que los demás, conscientes de que no hay necesidad de llevar protección para hacer las compras, reaccionarían primero con estupor o sorpresa y luego con reticencia y hasta con genio, porque en definitiva este (o sea yo) entra enmascarado para alardear de disciplina y verminofobia y condenarnos al resto por irresponsables. Sin embargo, en realidad nadie me ha hecho el más mínimo caso.
Aunque muchos auguraban un caos que arrasaría con las libertades individuales y aunque otros siguen renuentes a dar su brazo a torcer en el tema de las máscaras, concluiría que nos hemos adaptado a llevar protección. Me han sorprendido desde los niños con tapabocas coloridos, hasta los más ancianos con las habituales verde-azules sintéticas.
En uno de mis trayectos diarios me entretuve mirando a una abuela de lentos ademanes que bajó del tranvía y mientras quienes viajábamos dentro esperábamos porque el semáforo cambiara, ella caminó hacia uno de los bancos de la parada. Luego se sentó, se quitó su máscara, la dobló cuidadosamente y la guardó en un sobrecito de celofán que fue a parar a la cartera que llevaba. Creo que pocos le han dado el valor a este objeto, que ya puede usarse como referencia del 2020, como lo hizo aquel día la anciana vienesa.
Tampoco hay que enfrascarse en una investigación muy rigurosa para determinar cuántos las aprecian, pues basta una simple caminata por el barrio o por otros colindantes para tropezarse con máscaras abandonadas en las aceras, cunetas, jardines, parques infantiles o sitios inalcanzables para los recogedores de basura; en los que, a juzgar por la pérdida de sus colores originales, uno se atrevería a decir que languidecen allí desde el mismo inicio de la pandemia.
domingo, julio 05, 2020
Memorias de la pandemia (5)
viernes, junio 19, 2020
Memorias de la pandemia (4)
ESVOC/IPVCE Ernesto Ché Guevara en Santa Clara, Cuba. En primer plano las piscinas (sin agua desde hace años), al fondo el Gimnasio y a la izquierda el Policlínico. |
martes, mayo 26, 2020
Memorias de la pandemia (3)
Un sábado en que la sesión de la mañana con mi hija en el parque me había dejado más cansado que de costumbre, decidí tomar el tranvía para dirigirme al supermercado donde haría la compra de la semana. Hasta ese día siempre había ido y vuelto a pie, en plan de ejercitar las piernas para compensar las semanas en las que no había salido a correr. En Austria nunca prohibieron las salidas para hacer deportes individuales, pero siempre temí que el día en que lo hiciera yo, iba a tener un encuentro desagradable con la policía local. Eran mis reacciones lógicas al cambio que suponía la pandemia, me decía, pues en mis 6 años de vida en Viena nunca me ha parado un agente del orden ni siquiera para aclararme que los semáforos peatonales no se cruzan en rojo.
En el tranvía 42 el trayecto desde Währinger Straße hasta la siguiente estación puede parecer largo, aunque uno se baje allí, cerca del Hospital General. Ya se habían decretado las nuevas normas para viajar en transporte público (uso de mascarillas, guardar las distancia); sin embargo, el vagón en el que monté circulaba con demasiada gente. Tres franceses, sentados cerca de la articulación conversaban con un pasajero de origen serbio, según deduje tras su repaso de la situación sanitaria en la cercana república exyugoslava a la que –se quejaba el hombre- en esos días no se podía viajar.
Los franceses hablaban en inglés. No creo que estuvieran muy interesados en la conversación, pero intervenían lo más cortésmente posible o así lo daban a entender al resto de quienes viajábamos en aquella sección del tranvía sorprendidos como yo del tono y el tema del diálogo. En mi experiencia el transporte público en la ciudad, como en Londres, es más bien silencioso. Conversan quienes se conocen o quienes viajan juntos, la mayoría de las veces en un tono tan bajo que a veces hay que afinar el oído para enterarse del idioma en el que lo hacen. El escándalo identifica a los turistas.
Y aunque ignoraba los minutos que los de Francia venían conversando con su interlocutor, sí era notable que lo hacían por primera vez. Lo que me sorprendió fue que el pensionista serbio (pues en un momento de su exposición aclaró que estaba retirado) fue capaz de relatar, en el tiempo que duró el trayecto, lo que pensaba acerca de la gestión durante la crisis de los gobiernos de tres países diferentes y también de pronosticar lo que nos ocurriría en los próximos días. Profetas de la pandemia abundaban por todos lados, ya lo sabía yo.
Los franceses asentían y lo dejaban explayarse, hasta que justo antes de la parada en la que el relator abandonaría también el tranvía, los dejó pensado con su teoría sobre el origen del mal. “Esto ha sido una conspiración de los poderosos”, soltó: una manera de reducir la población mundial y de librarse de nosotros, los más viejos. Pero, ¿con qué propósito?- le preguntó uno de los galos. “Así evitan tener que pagarnos nuestras pensiones. No les basta habernos tenido trabajando toda la vida, ahora no nos quieren solventar”, prosiguió el iluminado. ¿Pero quien? –volvió a preguntar el francés. “Los ricos, los que gobiernan el mundo”, alegó el orador: Bill Gates, la gente que se enriquece con las vacunas. En YouTube están todos los videos, añadió antes de bajarse del bim 42, que siguió rumbo a su parada final en Antonigasse.
domingo, mayo 17, 2020
Memorias de la pandemia (2)
Ya mencioné mi experiencia con el National Health System de Gran Bretaña en post anteriores. Aquellos dos años de consultas y exámenes clínicos agudizaron mi hipocondría que, como buen padecimiento crónico, se mantiene latente hasta que surge cualquier señal de alarma que lo torna más avasallador que de costumbre.
sábado, mayo 09, 2020
Memorias de la pandemia (1)
Yo diría que por esa fecha andaba en la fase de la negación. El virus se cebaba en una geografía demasiado lejana, allá en Wuhan, China. Había leído una entrevista a un estudiante cubano que casualmente pasaba el confinamiento en aquella ciudad, en el epicentro del caos y su relato me asustaba un poco. Él describía el meticuloso ritual de la protección, sus temores al contagio cada vez que tenía que salir a buscar comida. Y a mí me resultaba difícil imaginar un futuro cercano lleno de desinfectantes y de protocolos para evitar infecciones. Todavía no se hablaba de lo que constituiría la “nueva normalidad”.
Lo bueno, le dije por aquel entonces a la mamá-colega, es que al parecer afecta tanto a los niños y señalé al cajón de arena en el que nuestras hijas trataban, palita en mano, de rellenar un pequeño cubo. Sé que en esos días me ocupaba más por vencer la paranoia interna, porque intuía que esta iba a contaminar más fácilmente a demás habitantes del planeta.
Y yo no soy profeta, ni tengo demasiada afición a predecir el futuro. De hecho la reacción del Gobierno Austríaco y la declaración de las medidas que comenzaron con el “Quédate en casa” me tomaron bien desprevenido, como a una gran parte de los vieneses. Sin embargo, a veces me da por pensar que debería haberle prestado más atención a algunas señales previsoras.
Por ejemplo, cuando a fines de febrero mi hija tuvo un poco de fiebre y me llamaron del Kindergarten para que la fuera a recoger pues otros niños de su grupo habían padecido de mononucleosis y temían que mi Silvia fuera la próxima. De la guardería salimos directo a la consulta de la pediatra. Cuando mencioné lo de la fiebre me extrañó que le dieran tanta importancia, pues mientras esperábamos le tomaron una muestra de sangre y le colocaron una sonda para un posible análisis de orina.
Hasta ahora sólo tengo elogios para el Sistema de Salud Pública de Austria, y de Viena en especial. Siempre lo comparo con el de Londres, donde -por ejemplo- los análisis y tests se realizan solamente en los hospitales, que es donde los especialistas tienen sus consultas. En mis visitas al médico de familia en Londres no recuerdo ninguna orden para un análisis sanguíneo, así que la posibilidad de que a mi niña le extrajeran sangre y la analizaran allí en la misma consulta de nuestra pediatra vienesa, me había causado al mismo tiempo una buena impresión y algo de sorpresa.
La doctora nos recibió con mascarilla y guantes, precavida y profesional, aunque en ese momento lo tomé como un alarde alarmista, a pesar de también me preguntaba si era posible que ella conociera algo de lo que yo no tenía ninguna información, algo preocupante, como que el COVID-19 ya estaba en el país.
Afortunadamente mi pequeña sólo mostraba los indicios de una infección en la garganta o una posible otitis. Un diagnóstico más certero fue imposible, ya que las visitas al médico la dejan demasiado irritada como para cooperar. Silvia se negó a gritos a un reconocimiento más exhaustivo. Sin embargo, un ciclo de antibióticos le bastó para que no tuviera más problemas. Después todo transcurrió hasta aquel viernes del shock.
El 14 de marzo fue un breve día normal. Dejé a mi hija en el Kindergarten y decidí pasar por uno de los supermercados cerca de la casa. Ocurre que en Viena, a diferencia de Londres, es difícil toparse con uno en el que encuentres todo lo que buscas. De modo que me he adaptado a comprar ciertos productos en el Hofer, otros en el Spar, otros en el Billa y así hemos ido sobrellevando la ausencia de un Sainbury’s inglés. Ese viernes tocaba entrar al Pennymarkt.
Siempre había pasado por la filial de Gentzgasse en la mañana, después de dejar a Silvia, porque nunca hay nadie a esa hora, nunca hasta aquel viernes en el que entré a un local abarrotado de consumidores en el que todas las cajas registradoras estaban abiertas. Lo nunca visto.
Cajas vacías en el Pennymarkt |
La sorpresa mayor me esperaba en los anaqueles de harina y pastas, donde sólo quedaban cajas vacías. Todavía no eran las diez de la mañana, pero ya había cundido el pánico y mis conciudadanos habían salido a acaparar la mayor cantidad de productos posibles.
Revisando lo que había quedado estaba cuando se me acercó una anciana para que la ayudara a encontrar sal. Fui al lugar donde siempre estaban los paquetitos venidos de Bad Ischl, y ¡no quedaba ninguno! Miré a la viejecita con mi mejor cara de incredulidad y le indiqué que todavía quedaban pomitos de sal marina, de los que vienen con un triturador acoplado a la tapa. “Ah, pero esos son más caros” me dijo ella. Por lo que me explicó seguidamente me dio a entender que mover la tapa y triturar las pequeñas piedras le supondría un esfuerzo imposible.
No he dejado de pensar en la pobre abuela, paralizada por la imposibilidad de completar una tarea tan rutinaria y cotidiana, que probablemente habría hecho por años y años. ¿Quién podría pensar que se agotaría la sal, aquí, en Austria?
La semana siguiente comenzamos el confinamiento.
martes, noviembre 19, 2019
Sobre grandes (des)conocidos
Casi siempre que se dan a conocer los premiados con el Nobel del Literatura hay un par de preguntas que escritores y lectores deberían hacerse, digamos que de la manera más elemental posible: ¿los conozco? ¿Debería conocerlos? Sin embargo, en estos tiempos de redes sociales y la propensión general de unos a convertirse en influencer a toda costa, tales preguntas no se hacen. Se prefieren sentencias demoledoras al estilo de “no los conozco” y algunos, no contentos con tan poca arrogancia, añaden: ¡nadie los conoce!
Resulta al menos gracioso que en tiempos de increíble acceso a diversas fuentes de información, cuando se cuenta con el mayor repositorio de datos que jamás se imaginó, existan miembros de esta tribu que se vanaglorien de ya saberlo todo y por ende, de conocer a todo el mundo.
Casualmente, este año los dos ganadores me resultaron demasiado familiares. Radicado en Austria desde el 2013 y en el edificio donde viviera un escritor famoso, cualquier pesquisa literaria me iba a llevar tarde o temprano a Peter Handke, el premiado autor austríaco. Aunque debo admitir he leído más textos sobre su trayectoria que lo que el propio Handke ha escrito. Y de sus creaciones, por así decirlo, sólo sabía que había sido el guionista de una de las películas excepcionales de Win Wenders: El cielo sobre Berlín.
A la segunda ganadora, la polaca Olga Tokarczuk, diría que la conozco mejor, aunque también mi noción de su obra es muy limitada. Sin embargo, tengo la suerte de haberla encontrado en un evento que, aunque se pretendía ostentoso a juzgar por su sede, el Royal Festival Hall de Londres, terminó siendo –como sucede tantas veces en esa ciudad diversa y multicultural- una velada más mesurada e íntima.
Olga Tokarczuk formaba parte de un cuarteto de escritores que irían a leer sus textos en el complejo cultural ubicado en la rivera sur del Támesis. Junto a ella estarían un conocido nuestro, el portugués Gonçalo M. Tavares y otros dos que ignorábamos, pero que causaron una grata sorpresa, la catalana Mercé Ibarz y el bosnio Aleksandar Hemon, también editor del volumen donde se incluían los tres primeros, titulado simplemente como Lo mejor de la ficción europea en el 2011.
Los escritores procedieron a leer sus historias en su idioma original y luego los traductores leerían los mismos fragmentos en inglés. El cuento de la Tokarczuk se titulaba La mujer más fea del mundo, una especie de fábula contemporánea que, a pesar de lo breve (porque ninguno llegó a leer la historia completa) se me quedó en el recuerdo. “Nadie escribe así”, pensé en lo que fue una valoración rápida, marcada por el entusiasmo.
Después de aquella tarde he intentado seguir a la escritora polaca, la mujer pequeña de piercings y rastas, cuyos libros pronto empezarían a llegar la mercado británico. Pero dejamos Londres en 2013 y aún no me he enfrentado a la –para mí- agotadora experiencia de leer literatura en alemán, pues los libros de la Tokarczuk también cuentan con traducciones en ese idioma. De modo que su lectura sigue pendiente. No obstante, pude regresar a las memorias de aquella tarde en el Royal Festival Hall el año pasado (2018) cuando se anunció que Olga Tokarczuk había ganado el premio Booker Internacional.
Cuando aterricé en Gran Bretaña en el ya lejano agosto de 2004 y comencé mis estudios en la capital del País de Gales, me tocó vivir la experiencia de la entrega del Booker a Alan Hollinghurst un par de meses después. Para mí fue revelador porque descubrí la manera en que se le daba cobertura a un evento cultural y, como en muchos de aquellos primeros tiempos fuera de Cuba, una alerta notable sobre mi nivel de ignorancia. Desde entonces, cuando llegan las fechas del anuncio del ganador de este premio, intento enterarme de quién lo obtiene y procuro buscar sus textos más notables, para incorporarlos a una lista de lo que hay que leer, una lista que tal parece que nunca se terminará.
Y aunque a la Tokarczuk hace años que la incluí, tal vez por su relevancia este año, debo moverla un poco hacia las lecturas más urgentes.
miércoles, abril 04, 2018
Ella, toda ella
Hace casi 14 años, en la primera etapa del proceso de adaptación a la vida fuera de Cuba, un colega danés de mi curso, algo sorprendido ante mi falta de inspiración para un trabajo de clase, me pidió que escribiera sobre las celebridades de la isla.“Es que no hay”, le dije yo, convencido de la total ausencia de celebrities Made in Cuba al estilo de Paris Hilton o Nicole Ritchie, quienes por aquellos años pre-Kardashians eran omnipresentes en los tabloides sensacionalistas británicos.
Pasó la fecha límite del ensayo y escribí sobre otra cosa, aunque me quedé pensando en la propuesta del colega. A decir verdad, había conocido a varias personalidades de las artes, la música, el deporte y la academia cubanas, esas que hubieran aparecido también en portadas de revistas del corazón, de haber contado el país con publicaciones de ese corte. Sin embargo, mi experiencia no me parecía tan extraordinaria porque cada encuentro ocurría en un contexto muy definido por mi actividad profesional. Simplemente yo era un periodista a quien casualmente le habían asignado cubrir un determinado evento en el que cierta personalidad aparecería.
Creía entonces que describir un encuentro con una celebridad resultaba más revelador desde el anonimato de un espectador, una persona cualquiera que se topara con la otra famosa, y desde un ambiente más ordinario, el que propiciaba cualquier interacción cotidiana. Si me ubico en un tiempo específico, La Habana de finales de los 80, creo que basta como escenario para describir interacciones más comunes entre ciudadanos de a pie y famosos del mundo del arte pre-revolucionario. Me refiero a una época que sólo si se compara con los primeros años de la década siguiente, puede justificar cierta ilusión de país “normal” con la que muchos nacionales convivíamos por aquella época, sobre todo si aún eras un adolescente medianamente informado acerca de lo que consistía dicha normalidad.
Durante esos años cualquier noción de La Habana podía reducirla yo al escenario que se divisaba desde la entonces amplia terraza del apartamento de mi tía Lola en Línea entre D y E en el Vedado. Uno podía pasarse horas sentado al balcón, extasiado por la diversidad e intensidad del tráfico, como debía ser el de una capital en movimiento, sumun de la urbanidad y el desarrollo. Enfrente, más allá de un pequeño parque en cuchilla donde paraba la ya desaparecida ruta 27, se alzaba desmedido y extraordinario el edificio Someca.
En muchas ocasiones, las largas sesiones de contemplación de la vida del Vedado se dividía entre miradas hacia abajo, hacia las sendas de la avenida, siempre atiborradas de vehículos o hacia arriba, a aquellos altos balcones azul celeste, puntos de observación insuperables en cuanto a vistas de la ciudad y el mar.
Una de las residentes más célebres de aquel rascacielos era Celeste Mendoza, por entonces todavía llamada la Reina del Guaguancó, aunque no apareciera muy a menudo en los programada de la Televisión Nacional. Para ser alguien acostumbrada en los años 50 al glamour de los escenarios, Celeste se paseaba muy austeramente vestida por las calles de su barrio tres décadas después.
En las pantallas de la TV cubana, aún en blanco y negro para la mayoría de los espectadores, ella lucía con frecuencia fastuosos atuendos de brillo y lentejuelas y su habitual turbante enrollado varios centímetros por encima de su cabeza. Sin embargo, en las calles aledañas al Someca, cualquiera tendría dificultad en reconocerla en su disfraz de simple vecina, oculta tras unas abarcadoras gafas de sol, con su famoso turbante camuflado en lo que para algunos pasaría como un discreto gorro, similar a los que se habían puesto de moda a finales de los 70.
Con tal pose de comadre, si es que tal personaje alguna vez habitó las calles del Vedado, se la encontró mi tía a través de los años en sitios muy mundanos: la cola del pan, la de la bodega, a la salida del Punto de Leche, locales, muchos de los cuales hace años que desaparecieron de la sociedad habanera al igual que se extinguieron también las rutinas asociadas a ellos. Con el paso de los años mi tía y la Reina establecieron una amistad que al menos permitió el tuteo mutuo, el intercambio de alguna que otra receta culinaria y tal vez comentarios sorprendentes sobre cómo iba cambiando el país.
Y en tales cuestiones Celeste no se cohibía de dar sus opiniones, casi siempre radicales y avasalladoras. Ya no sacaba discos como antaño o acudía a los escenarios para actuar en vivo en los programas de televisión, pero la seguían invitando para comentar eventos muy puntuales. Recuerdo dos entrevistas cortas que me parecen bastante ilustrativas de esta etapa, una en el programa A Capella y la otra en el famoso y aniquilado Contacto.
En el primero, a principios de los 90, a propósito del éxito que Natalie Cole había alcanzado con el disco homenaje a su padre, Guille Villar y su equipo habían preguntado a la Reina sobre las actuaciones de Nat King Cole en los cabarets de La Habana pre-revolucionaria. En alguna ocasión el célebre baladista norteamericano había aterrizado en la capital cubana acompañado por su esposa y su entonces pequeña hija. Para la Mendoza, más de treinta y cinco años después y a pesar de la impresionante carrera como cantante de Natalie Cole, ella seguía siendo “aquella chiquilla”.
En la sala de Contacto, su conductora Rakel Mayedo la había invitado para conversar, entre otros temas propicios al escapismo en la Cuba del Período Especial, sobre novelas de televisión. Eran los tiempos en los que la producción brasileña de turno, La sucesora, una realización de 1978, no gozaba de tanta popularidad como las anteriores series llegadas del país sudamericano. Y la Reina confesó que la seguía sin mucho entusiasmo, resumiendo quizá el sentir nacional en años en los que escaseaban las opciones para el entretenimiento. A la protagonista la hallaba demasiado sosa y ante la insistencia de la entrevistadora, tal vez con el ánimo de cerrar el segmento con una de sus ocurrencias le espetó: en mi país no pasa eso.
Igual de ocurrente la recordaba mi tía, sobre todo en los días que siguieron a su muerte, demasiado triste para una celebridad local. La Reina del Guaguancó falleció sola en su apartamento del piso 18, pero los vecinos sólo se enteraron días después por las sirenas de los bomberos quienes procedieron a derribar la puerta para encontrar el cadáver. Desde su terraza, adonde se asomó tras escuchar el ruido de bomberos, policías y ambulancias, mi tía nunca imaginó que fuera su amiga del barrio la protagonista de tanto alboroto. Se lo confirmó desde la acera, otra amiga común, Nancy Robinson, periodista de Trabajadores, quien también vivía en los alrededores.
Luego leímos una nota en Granma y en los días siguientes mi tía se esforzó por recordar alguna anécdota sobre sus tropiezos con su famosa conocida. Me comentó unas cuantas, pero ninguna tan espectacular como la del encuentro a media mañana en las inmediaciones del Punto de Leche un día a finales de los 80. Celeste salía con su jaba y cuando descubrió a mi tía que se acercaba, apuro el paso y justo al llegar junto a ella se quitó las gafas, abrió desmesuradamente los ojos y le dijo: Lola, pónle un vaso de agua a tu mamá. Mi tía, sorprendida y halagada al mismo tiempo, comentó: pero, Celeste, si mi mamá está viva. Y la Reina, todavía con un aura profética en su mirada desproporcionada remató: “bueno, hija, a tu papá” y siguió su camino.
Tal vez, para el trabajo de clase de mi primer curso en la capital galesa habría podido escribir esta historia y hasta creo que mi colega danés entendería bastante por qué me parecía extraordinaria, pues no por gusto él tenía entre su colección de mp3s un disco de Compay Segundo. Sin embargo, como ya empezaba a ser habitual cada vez que intentaba explicar cualquier estampa de la Cuba que había dejado atrás, sospechaba que la narración se alargaría demasiado por la necesidad de ilustrar un tejido social que pocos en Dinamarca, o lo que es lo mismo, en el resto del mundo dominaban o entendían.
La frase del vaso de agua quedó de comodín entre un grupo de amigos cercanos quienes la intercambiábamos con cualquier otra célebre salida vista en un filme cubano o en una conocida -al menos para nosotros- obra de teatro. Nacionales, al fin, no necesitábamos ninguna aclaración relativa al contexto.