A finales del 84 me trajeron mis primeros zapatos importados, marca North Star y fabricados en Nicaragua. ¡Bravo por los compas! Ellos sí sabían combinar los materiales y lograr productos de acabado excelente, y eso que estaban en guerra. Eran negros, un poco más altos que lo normal, de puntera asimétrica; en resumen, colosales. Me resistía a probármelos, contemplaba la caja desde encima del escaparate y hasta imaginaba que el brillo del material traspasaba el envoltorio de cartón que los guardaba del polvo. Allí se quedaron durante unos meses hasta que los vendieron o los cambiaron por algún otro artículo más necesario. Antes me los había probado, había intentado caminar y al momento me los había tenido que quitar. Mis pies, decididos a no tolerar el calificativo de insignificantes, habían comenzado a crecer.
Para la nueva talla lo mejor eran unas botas de cañero marca Centauro, que embetunadas y lustrosas combinaban sobriamente con el uniforme azul de la escuela. Eran toscas, aplastadas, con un borde que parecía una rebaba residual del caucho de la suela, pero llegaban a ser cómodas y duraderas. Luego del 85 llegaron las tiendas Amistad llenas de productos del campo socialista: perfumes Moscú Rojo, cremas y productos de belleza Florena (RDA), lápices de colores chinos y una variedad de zapatillas Tomis, Made in Romania.
Mis primeros Tomis resultaron los mejores embajadores de Rumania, país hermano o medio hermano, pues en realidad no sabíamos mucho de él. Se hablaba poco en las clases de Geografía Económica, y casi no aparecían reportajes en las revistas soviéticas, sobre todo Sputnik, que era por esos años casi de obligada lectura y posterior coleccionismo. En el kiosco cercano a mi casa compré una revista Rumania de Hoy, o de un título similar. Pensaba encontrar al menos algún reportaje sobre la fábrica Tomis, sobre la gran cantidad de divisas que ingresaba al país por concepto de exportaciones, pero no. Página tras página sólo había imágenes de Nicolae y Elena Ceaucescu.
Mis Tomis desparecieron una tarde de sábado. Salieron en los pies de mi papá, recorrieron parte de la ciudad y se detuvieron en El Sandino, donde él se decidió por una jarra de cerveza. Luego no se supo más de ellos. Varias jarras después, unos vecinos sospechosamente serviciales trajeron a mi papá medio aturdido, un poco apenado y con los pies hinchados tras haber caminado cuadras y cuadras enfundados en unas extrañas y folclóricas botas. Me resigné a la pérdida, era imposible una investigación policial, pues el principal testigo apenas recordaba al día siguiente qué había ocurrido en el área de la ciudad tan famosa por las fiestas, la cerveza y las puñaladas.
Sin embargo, las botas que trajeron a mi papá de vuelta fueron, durante días, motivo de comentarios. Eran como las mías, marca Centauro, aunque tenían la cualidad única de pasar por artefactos culturales y, por supuesto, constituían otra prueba indiscutible de la inventiva criolla en tiempos de crisis. A diferencia de las mías, en estas el borde de la suela no sobresalía, pues había sido cortado, tenían un tacón extra de unos cinco centímetros y los cordones no sujetaban de un lado a otro a los ojetes, sino que los habían trenzado complicadamente para ocultar la lengua. Las puntas de la trenza terminaban en dos tapas de tubo de pasta dental, de modo que cuando uno caminaba se movían supongo que a ritmo de carnaval.
Y aunque las condené al enmohecimiento en algún olvidado rincón de la casa, el acto en sí no impidió que ese año, y el siguiente, continuara usando botas de cañero. Llegaban a ser un complemento adicional del uniforme y hasta combinaban con los pantalones tubo, pegados a las piernas, que comenzaban a usarse por esa época. Era tan inusual ver a algún condiscípulo sin ellas, que cuando alguien de nuestro grupo estrenó zapatos corte-bajo y de puntera alargada, otro no encontró mejor calificativo que: «Mira, Ñico con tiburones nuevos». Supongo que empezábamos a olvidar que existían diversos tipos de calzado, y que tenían sus nombres. Para reconfortarnos apareció Carlos Varela con su canción Memorias y aquel verso de: «A las fiestas íbamos con botas, cantando una canción de Lennon».
¿Usaría Lennon botas Centauro? Mientras procuraba una respuesta, llegaba la hora de escoger mi futuro, terminaba el grado doce y me esforzaba en aprender ruso. Estaba decidido, yo me iría a estudiar a la Unión Soviética, o a Polonia, o a la RDA o a Checoslovaquia, a cualquier lugar donde me pagaran un estipendio con el que pudiera comprar zapatos, un par nuevo todos los meses. Cuando publicaron la lista de especialidades busqué de arriba abajo, de país en país, de ingenierías a licenciaturas, y terminé con la vista en mis pies. Supongo que en el brillo de mis botas podía reflejarse mi cara de desencanto. Ninguna de las carreras, tan necesarias para el futuro del país, me llamaba la atención, adiós sueños de acumulación, maldita fuera Imelda Marcos y su propensión monárquica al acaparamiento.